Occidente está en decadencia. Cada día que pasa civilizaciones antioccidentales -como China o el islam- tienen un peso mayor en el escenario global. Para evitar la derrota del mundo libre, la Organización del Tratado del Atántico Norte (OTAN) debe plantearse extender su alianza a regiones a las que nunca antes llegó.
En Latinoamérica, Chile podría ser un aliado estupendo. Es el país más serio de la región, un estado fiable que cumple con sus compromisos y que podría ayudar a vigilar mucho más de cerca el auge de gobiernos antioccidentales como los de Venezuela, Ecuador o Bolivia. Chile podría ser el primero de varios socios en la zona.
En Europa la frontera de la OTAN debe ir desplazándose poco a poco hacia su parte oriental. Austria, Suecia o los Balcanes entran dentro del área de influencia de Occidente y podrían ser el paso previo a incorporar a Finlandia, Ucrania y Georgia, aunque desde luego esto tensaría mucho la cuerda con la Federación Rusa.
En el Oriente Próximo, Israel sería la primera muralla de defensa de la OTAN frente al islamismo. No obstante, no sé si esto pueda entrar en los planes de Dios. Israel está acostumbrado a depender de Yahvé para ganar todas sus guerras y entrar en la alianza podría llevarle a creer (erróneamente) que gana por mano del hombre.
En el Pacífico es necesaria una política de contención hacia amenazas como Indonesia o China. Australia, Nueva Zelanda y Japón podrían ser tres excelentes socios. También Taiwan -aunque eso supondría cruzar la línea roja con China- y Corea del Sur -aunque quizás esto incrementase las ansias nucleares de Corea del Norte-.
La OTAN es la única fuerza capaz de vencer a enemigos como el comunismo, el terrorismo o el islamofascismo. Con los tiranos no valen las concesiones -que entienden como un gesto de debilidad-; el único argumento que comprenden es la fuerza. Y con un Occidente que decae la alianza necesita hacerse mucho más grande.
El nacimiento del actual estado de Afganistán se produce en el año 1747. A partir de 1837 fue colonia británica pero en 1919, durante la Guerra Anglo-Afgana, esta patria obtuvo su independencia del Reino Unido. Con posterioridad, en 1973, un golpe de estado derribó la monarquía y proclamó la república en el país de Asia central.
Cinco años más tarde se instaló un gobierno comunista, pero la guerrilla islámica provocó la intervención soviética. Los islamistas, con el apoyo de Estados Unidos, Arabia Saudita y otras naciones árabes expulsaron a la URSS en 1989. Entonces se reanudó la guerra civil y en 1996 los talibanes entraron en Kabul e impusieron la sharia.
Durante años aquella dictadura feudal horrorizó al mundo con sus violaciones de los derechos humanos y sus descaradas conexiones con Al-Qaeda y el terrorismo islamista. Pero en 2001, tras los atentados del 11-S en Nueva York, una coalición internacional encabezada por Estados Unidos invadió el país y derrocó al régimen talibán.
Actualmente hay una farsa de democracia apoyada por Occidente pero la región vive una guerra constante y es más inestable que nunca. Es un estado fallido donde gobiernan tribales señores de la guerra, un país de clanes enfrentados entre sí y un puzzle de etnias, lenguas y culturas que nada tienen que ver unas con otras.
La región está reducida a escombros. Aún así es de gran valor (tiene frontera con Irán, Pakistán y China, un enorme gasoducto y es el primer productor de opio), por eso la ambicionan potencias extranjeras. Pero sus escarpadas montañas y escondrijos miles hacen de ella un bastión guerrillero que siempre repele al invasor.
Desde 2001 la OTAN libra una guerra en Afganistán para que nunca más sea un santuario terrorista. Pero un país medieval no puede convertirse en democracia liberal, especialmente si rechaza serlo. Reino Unido fue derrotado en Afganistán, igual que la Unión Soviética, y todo parece indicar que Estados Unidos también lo será.
Los eslovenos eran el 8% de la población de Yugoslavia pero aportaban el 25% del Producto Interior Bruto (PIB) del estado y la tercera parte de las exportaciones. Sus recursos fueron puestos al servicio de los intereses centralistas de Belgrado y los impuestos que pagaban servían para construir infraestructuras en Serbia y Macedonia.
Los eslovenos eran los más prooccidentales de todos los eslavos del sur y continuamente reclamaron una apertura económica y democrática pero, en respuesta, sólo padecieron una concatenación de dictaduras: monarquía absolutista, fascismo y comunismo. El centralismo de Belgrado se tornó déspota y feroz.
Pese a ello, este pueblo siempre fue fiel al Estado Yugoslavo pero cuando criticó la suspensión de la autonomía de Kosovo en 1989, los serbios promovieron un boicot contra las empresas y productos eslovenos. Esto desató las iras independentistas de un pueblo hasta entonces leal pero que finalmente se había hartado de pagar y callar.
Cuando estalló la Guerra Civil Yugoslava en 1991, Eslovenia fue la primera en independizarse. Tuvo mucha suerte ya que, tras sólo diez días de conflicto bélico, logró su objetivo. Inmediatamente, la república fue reconocida por Alemania y otras potencias que le dieron una cordial bienvenida para festejar su ingreso en Occidente.
Eslovenia es otro claro ejemplo de que la independencia sienta bien a un pueblo: hoy es líder mundial en fabricación de elementos para deportes de invierno, tiene una floreciente industria farmacéutica, automovilística y vitivinícola, supera en renta per cápita a Portugal y Grecia y tiene menos desempleo que Alemania o Francia.
Liubliana se adhirió a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y a la Unión Europea (UE) en 2004 y al euro en 2007. Hoy Eslovenia forma parte de pleno derecho del conjunto de naciones desarrolladas occidentales. La gente tiene motivos de peso para volver a estar feliz y mirar con optimismo hacia el futuro.
No hay bandera nacional que represente mejor a su pueblo que la ucraniana. Así como esta flámula se encuentra dividida en dos mitades (azul y amarilla) también su sociedad está fracturada en dos facciones irreconciliables: la que habla ucraniano (prooccidental y proeuropea) y la que habla ruso (simpatizante de Moscú).
Antaño los rusófonos tenían todo el poder y despreciaban a los ucranioparlantes pero desde la independencia del país en 1991 la única lengua oficial es el ucraniano y los rusoparlantes un remanente colonial que desaparecerá por relevo generacional. La minoría tártara, con su lengua propia, es la tercera en discordia allí.
El país es de vital importancia estratégica para todo el mundo: heredó buena parte del arsenal atómico de la desaparecida Unión Soviética, por su territorio pasa uno de los gasoductos más importantes de Europa y además tiene frontera directa con Rusia, lo cual es una maldición que sólo le ha traído una pesadilla tras otra.
El imperialismo ruso causó estragos: en 1932 el estalinismo fabricó una hambruna que mató 10 millones de almas, luego la gente pasó hambre por décadas bajo el comunismo y encima sufrió el accidente de Chernobil de 1986. Incluso hoy es uno de los países más pobres de Europa, con un capitalismo salvaje que lo privatiza todo.
Es el segundo estado más grande de Europa -por detrás de Rusia-, un país rural con una tierra negra donde se cosechan los mejores cereales del planeta, también una sociedad sin alma donde prolifera desbocado el ateísmo y una patria en cuyas ciudades pasean espectaculares mujeres rubias célebres por su belleza en todo el orbe.
Ateos o cristianos. Liberales o comunistas. Lengua ucraniana o rusa. Bruselas o Moscú. OTAN o Rusia. Todo en Ucrania es bipolar. Ojalá algún día esta ignominiosa página de su historia sea sólo un mal sueño y Ucrania sea una patria unida asentada sobre sus señas de identidad, el amor propio y el orgullo de ser nación.
Con el paso de los años me he convertido en un atlantista convencido. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) constituye la más fabulosa alianza militar de naciones sobre la faz de la Tierra. En su día fue la única que pudo detener el avance imparable de la Unión Soviética y hoy es un seguro de vida para la libertad.
La OTAN puede ser la única fuerza de choque capaz de hacer frente a amenazas para Occidente como el comunismo, el terrorismo internacional o el islamofascismo; la única capaz de apuntalar a Israel como bastión de la civilización occidental y primera muralla de defensa de Europa frente al sanguinolento terrorismo islamista.
Sé bien que hoy en día no es popular defender a las fuerzas armadas sino un pacifismo a ultranza. Pero mientras existan ideologías expansionistas, gobiernos que confíen en la fuerza para imponer sus intereses o naciones que amenacen nuestro sistema de valores y estilo de vida, será necesario un ejército que nos defienda.
Valores como la libertad, la democracia, la paz o los derechos humanos son innegociables. Y hay ocasiones en las que, desgraciadamente, para defenderlas no queda más remedio que emplear la fuerza. Ojalá llegue el día en que la humanidad sea tan civilizada que no necesite ejércitos. Hasta entonces, seguiré confiando en la OTAN.
Algunas personas pretenden hacer ver una supuesta contradicción ideológica en apoyar la guerra de Occidente contra Afganistán y a la vez rechazar la de Irak. Pero nada tiene que ver un caso con el otro. La invasión de Afganistán en 2001 fue inevitable. Tras los sanguinolentos atentados del 11-S en Nueva York, los talibanes se negaron a entregar al líder de la banda terrorista Al Qaeda, OsamaBin Laden, por lo que no quedó más remedio que invadir el país. Derrocar a los talibanes era necesario ya que habían convertido Afganistan en el santuario terrorista más grande del mundo.
Caso muy diferente fue la invasión de Irak de 2003, que siempre rechacé. Más de 30 millones de manifestantes en el mundo gritamos «No a la guerra». Los argumentos para justificar el ataque fueron dos: la posesión de armas de destrucción masiva y las conexiones con el terrorismo. Pero Irak estaba demasiado débil militarmente después de tantos años de guerras y su dictador, Sadam Hussein, era despreciado por Bin Laden, por ser el primero ateo y el segundo un islamista radical. Todos sabíamos las intenciones reales de aquella guerra: robar el petróleo de aquel país.
Como en Afganistán, creo necesario atacar Irán. Es un santuario terrorista, financia a extremistas, amenaza a Israel con borrarlo del mapa y desde 2003 ha iniciado un programa nuclear. Ojalá que el gobierno de Irán ceda y todo se resuelva diplomáticamente. Pero si no es así, no quedará más remedio que la guerra. En su día hubo políticos que no se atrevieron a pararle los pies al dictador Adolf Hitler. Hasta que fue demasiado tarde. Aquel error no debe repetirse. No podemos esperar a que un comando terrorista obtenga la bomba. Entonces, como en 1939, ya será demasiado tarde.
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