El Reino de Bután es un país enclavado en el Himalaya, un estado tapón sin salida al mar entre India y China. Shabdrung Ngawang Namgyal fundó esta patria en el siglo XVII, al unir un sinfín de taifas hasta entonces enfrentadas entre sí. Es un país pintoresco, agrícola y medieval que aún practica la poliginia y la poliandria.
Ha sobrevivido a las invasiones de mogoles, subédares, tibetanos y británicos, lo cual tiene mucho mérito para ser pequeño y débil. Precisamente lo ha logrado por lo escarpado de sus montañas, la mayoría de cuatro mil metros de altitud. De mayoría budista tibetana (y de minoría hindú), Bután se independizó de India en 1949.
En los años 60 llegaron el teléfono y la moneda propia. En 1999 desembarcaron la televisión e internet, aunque bajo el yugo de la censura. En 2008 llegó por primera vez la Constitución y la democracia. A día de hoy apenas hay carreteras, los ríos no son navegables y no existen los semáforos, ni tan sólo en la capital, Timbu.
El Estado mide la «felicidad interior bruta» de su pueblo, que se basaría en una mezcla de valores budistas y bienes materiales. Para el Gobierno, su pueblo es el más feliz del mundo. Esta imagen idealizada ha calado entre los occidentales, que sólo ven en Bután un paraíso de paisajes y monasterios espectaculares y gente alegre.
Esa supuesta felicidad, por supuesto, es sólo aparente. Cuando le preguntas a los locales, la respuesta es otra bien distinta. El pueblo vive en la extrema pobreza, y existe discriminación por motivo de etnia, religión e ideología política. También hay muchos butaneses que viven en el exilio, a los cuales nadie pregunta por su felicidad.
Bután fue hasta hace poco uno de los reinos más herméticos del mundo, cerrado a cal y canto a cualquier influencia extranjera. Ahora trata de incorporarse a la modernidad. El joven rey Jigme Khesar Namgyal Wangchuck, educado en Oxford, es el primer monarca no absolutista de la historia del país del dragón del trueno.
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