Ojalá descarrile el proceso de paz en Israel.

En estos días se insiste mucho en el proceso de paz de Oriente Próximo. Se insiste  por activa y por pasiva en solucionar el interminable conflicto entre árabes e israelíes. Y yo me pregunto: ¿Por qué esta urgencia en resolverlo? Es más, ¿por qué resolverlo? Después de todo la Comunidad Internacional no tiene ninguna prisa en solventar el caso de Sáhara Occidental. O el de Gibraltar. O el de las Malvinas. O el del Ulster. O el de Chipre, Tíbet, Kurdistán, Cachemira y tantos otros.

¿Y por qué deben congelarse los asentamientos de colonos judíos en Palestina? No lo entiendo. Al fin y al cabo, el 20% de la población de Israel es árabe. Y nadie le exige que se marchen de sus casas. De hecho, esta gente recibe en Israel un trato más digno del que reciben los judíos en Palestina. Es más, esta minoría árabe está representada en el Parlamento israelí y el árabe es lengua oficial en el estado sionista. Si los árabes no se marchan de Israel entonces ¿por qué sí los judíos de Palestina?

Yo estoy en contra de este proceso de paz. Ojalá descarrile y reviente en mil pedazos como tantos intentos anteriores. Porque no es un proceso de paz sino de rendición. Tener que entregar tierras que Israel ha ganado en guerras defensivas, separar en dos Jerusalén o renunciar a un solo palmo de la tierra prometida que Jehová mismo entregó a los judíos hace milenios no es negociar una paz sino una rendición. Es claudicar ante el islamofascismo. Y con los terroristas no se negocia.

Hay una última razón. Según las interpretaciones de muchos teólogos sobre las profecías de Daniel, el hombre que  logre la paz duradera entre árabes y judíos será el Anticristo, un enviado de Satanás disfrazado de hombre de paz que un tiempo después de la tregua desencadenará una era de terror como nunca antes la humanidad ha visto ni verá. Llámenme egoísta, pero si esos teólogos están en lo cierto, no me apetece lo más mínimo que esa era de horror me afecte a mí o a los míos.

Sáhara Occidental: la última colonia de África.

Si hay un pueblo que cotiza alto en mi escala de afectos ése es sin duda es el sufrido pueblo saharaui. Sáhara Occidental ha padecido la mayor canallada en la historia de política exterior española. Primero fueron colonizados por los hispanos, después vendidos a los marroquíes y ahora son traicionados por el Gobierno de Madrid.

Porque el Estado Español sigue siendo legalmente la potencia administradora de la que fue su provincia nº 53. Se les prometió a los saharauis que el día en que los españoles se retirasen dispondrían de un estado soberano pero en su lugar España ha preferido aliarse con Rabat y abandonar a los saharauis a su suerte.

El Sáhara es distinto del resto de países de su entorno: frente al islamismo radical reinante en la zona, ellos son musulmanes moderados, casi laicos, donde las mujeres además han tenido que asumir forzosamente el papel de cabeza de familia al encontrarse la práctica totalidad de hombres luchando en el frente de la guerra.

Y mientras el mundo entero se vuelca con el pueblo palestino, nadie se acuerda del saharaui. Sáhara es un pueblo sin apenas amigos (paradójicamente, incluso los palestinos son contrarios a su libertad) cuyo derecho a la autodeterminación avalado por Naciones Unidas parece cada vez más lejano con el paso de los años.

Los saharauis viven separados a ambos lados de un muro de la vergüenza construido por Marruecos, bien como extranjeros en su propia patria o bien acogidos en los campos de refugiados de Argelia, luchando día a día por sobrevivir sin que les explote una de las 100.000 minas antipersona que hay sembradas bajo sus pies.

Rabat somete a crímenes de guerra y violaciones de derechos humanos a los saharauis a diario y expolia su yacimiento de fosfatos (el mayor del globo). Mientras, el mundo mira a otro lado. Es una vergüenza. Pero los aguerridos saharauis no se rinden y luchan con la fuerza y la esperanza del que no tiene nada que perder.

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