Falacia atea: El infierno es un castigo desproporcionado, impropio de un Dios compasivo.

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El infierno es un castigo desproporcionado, incompatible con la existencia de un Dios compasivo -dicen los ateos-. Algunos de nuestros adversarios consideran injusto que por unos pecados -todo lo grandes que se quieran-, perpetrados por un tiempo a todas luces breve se reciba un castigo eterno. El teólogo San Agustín ya advertía de lo descabellado de esta afirmación ya que ni siquiera la justicia legal contempla algún caso en que la duración de la pena sea proporcional a la del tiempo transcurrido en la comisión del crimen.  Por ejemplo, empuñar una navaja para matar a alguien puede llevar un minuto o menos… ¿Sería justa una condena en la que el asesino cumpliera un minuto de cárcel? «A nadie se le ocurre pensar que deben suspenderse los castigos del malvado en cuanto se cumple un plazo de tiempo igual al que duró el homicidio, el adulterio, el sacrilegio o cualquier otro crimen. No hay que medir el delito por el tiempo empleado en su comisión, sino por la magnitud de su injusticia o de su perversidad» -afirma el santo-.

El teólogo José de Segovia denuncia que la imaginación popular ha creado un concepto de Dios como de una suerte de Papá Noel cósmico que ofrece el perdón a todo el mundo, en una especie de gracia barata. Muchos piensan que al final habrá como una amnistía general, donde casi todo el mundo entrará en el Reino de los Cielos, pero así fuera ¿por qué en el Nuevo Testamento hay más de 160 advertencias sobre el infierno? ¿Por qué Jesús habló de él en más de 70 ocasiones? La Biblia dice que muchos son los llamados pero pocos los escogidos (Mateo 22:14), que estrecho es el camino que lleva a la salvación y ancho el que conduce a la perdición (Mateo 7:13-14) y que sin santidad nadie verá al Señor (Hebreos 12:14). Si al final puedes llevar la vida que quieras, no importa cuan desviada sea, y vas a entrar en el cielo igualmente ¿no es esto una injusticia para todos los santos y mártires que sufren auténticas penalidades a causa de su fe y que las enfrentan sin temor con la certeza de que les espera el gozo del bien eterno?

Los descreídos estiman temporales los suplicios de los mártires y, en cambio, la felicidad será -dicen- eterna para todos, liberados unos más pronto y otros más tarde. Se trata de una compasión mal entendida, pues si de lo que se trata es de ser compasivo San Agustín se pregunta por qué la misericordia debe limitarse a los humanos y no puede extenderse a los ángeles caídos; es más ¿por qué no ampliar la misericordia a Satanás, encarnación misma del mal? Yo creo que al final de su vida uno recoge lo que siembra. El que no perdona a sus congéneres, que no espere ser perdonado por el Altísimo. El que nunca trató con misericordia a los demás, que no espere la misericordia divina porque con la medida con que midamos seremos medidos (Mateo 7:2). Dios es bueno. No sólo ofrece un castigo eterno para los malvados, también un gozo eterno para los santos. Quienes quieran escapar del suplicio perpetuo, en lugar de esgrimir argumentos contra el Todopoderoso más les valdría acatar sus preceptos, ahora que aún están a tiempo.

 

FUENTE: Por qué dejé de ser ateo de Josué Ferrer.

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Falacia atea: Es preferible ser feliz viviendo la vida a tu manera y olvidarte de Dios.

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Tengo un conocido que está casado y frecuenta los prostíbulos con asiduidad. Dice que no es feliz en su matrimonio y en lugar de tratar de arreglarlo busca la felicidad fuera de casa. Tengo un amigo que es gay. Salió del armario hace muchos años y mantiene prácticas homosexuales con otros hombres. Ambos tienen una cosa en común: son ateos. No quieren ni oír hablar de Dios, de la religión o de la iglesia ni tampoco tienen intención alguna de cambiar su estilo de vida.

Ellos prefieren ser ateos porque si creen que existe una autoridad espiritual a la que van a tener que rendir cuentas no tendrán más remedio que creer también que van a enfrentar un juicio final cuyo veredicto último será el infierno. O, en su defecto, arrepentirse de sus pecados, dejar de hacer lo que a ellos les gusta hacer para así lograr ir al cielo. Ambas opciones son incómodas, así que a priori la solución más rápida es negar que haya Creador y seguir haciendo lo que les da la gana.

El gran matemático francés Blaise Pascal afirmó: «Si Dios no existe, nada pierde uno por creer en Él. Mientras que si existe, lo perderá todo por no creer». Es mejor creer en Dios porque si estás en lo cierto, puedes alcanzar la dicha eterna, y estar equivocado no supone diferencia alguna. Por otro lado, si no crees en Dios y resulta que estás equivocado te condenarás para toda la eternidad, mientras que si estás en lo cierto no supone diferencia alguna. Es lo que se llama la apuesta de Pascal.

Algunos ateos sostienen que esta apuesta no es tan sencilla como parece. Si por ejemplo tienes algún vicio que realmente te encanta y debes abandonarlo por seguir a Jehová pues estás renunciando a hacer lo que te gusta. Eso por no hablar de tener que levantarse temprano los domingos para ir a la iglesia o cumplir con otras obligaciones. Si finalmente haces todo esto y resulta que el Señor no existe, habrás renunciado a vivir tu vida como a ti te gustaba para al final conseguir nada.

El sacerdote jesuita Jorge Loring explica: «La Iglesia impone una moral, pero no para reprimirte. Te quita libertad para lo malo, no para lo bueno. Es como las vías del tren. Las vías del tren ayudan al tren a avanzar, a llegar, te quitan libertad para despeñarte, porque si el tren se sale de la vía se despeña. La vía obliga al tren a ir por aquí y de este modo avanza y llega, porque si tienes libertad para despeñarte eso es un mal, no es un bien» -dice sobre la falta de libertad para pecar-.

Aun admitiendo que la apuesta de Pascal signifique renunciar a algo… ¿Qué es mejor? ¿Renunciar a una vida de fiestas y adulterios o a la salvación de tu alma? ¿Renunciar a las borracheras para acabar viviendo para siempre en el cielo o disfrutar de la discoteca tus años de vida para acabar ardiendo eternamente en el infierno? ¿Renunciar a la esclavitud del pecado o a la libertad que es Cristo? ¿Qué renuncia es mayor? Apostar contra el Todopoderoso no parece una muy buena jugada.

 

FUENTE: Por qué dejé de ser ateo de Josué Ferrer.

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¿Qué dice la Biblia acerca del purgatorio?

Para la Iglesia Católica el purgatorio es un estado transitorio de purificación y expiación donde, tras la muerte, las personas que han muerto sin pecado mortal, pero que han cometido pecados leves sin haber sido perdonados o graves ya perdonados en su vida pero sin satisfacción penitencial del creyente, tienen que purificarse de esas manchas a causa de la pena temporal contraída para poder acceder a la presencia de Dios. La estancia en ese lugar es transitoria, por lo que todo aquel que entra allí tarde o temprano acabará entrando también en el cielo. Las plegarias por los muertos y las indulgencias pueden acortar la estadía de uno o varios sitios queridos que estén en ese estado. El purgatorio es dogma de fe desde 1254, fruto del primer Concilio de Lyon, en los tiempos del Papa Inocencio IV.

Ahora bien, ¿qué es lo que dice la Palabra de Dios sobre este asunto? En las más de mil páginas de la Biblia la palabra «purgatorio» no aparece mencionada ni una sola vez. Tampoco existe ningún fragmento que afirme que existe un tercer lugar, estado de conciencia o dimensión donde van a parar aquellos que no han sido suficiente malos como para ir al infierno pero tampoco suficientemente buenos como para ganarse el cielo. Ni mucho menos se afirma que el espíritu de una persona muerta vaya a ir al cielo por más rezos o donativos a la iglesia que hagamos. En ningún momento se menciona nada así. No lo menciona Dios padre, ni Dios hijo, ni los profetas, ni los evangelistas ni los apóstoles. Y sería muy presuntuoso pensar que un Papa, por sabio que sea, pueda corregir al mismísimo Dios.

Es más… si todo esto fuera posible, invalidaría el sacrificio de Jesucristo por nosotros. Cristo es enviado a la Tierra para salvarnos de nuestros pecados ya que nadie que tenga pecado puede entrar en el cielo. Si salvar el alma de un difunto fuera tan sencillo como rezar unos cuantos padrenuestros entonces ¿para qué vino Cristo al mundo? Se podía haber ahorrado ser crucificado ya que con nuestros rezos es más que suficiente para obtener  la salvación. No existe base bíblica alguna para sostener la existencia del purgatorio. De hecho, fue un invento de la Iglesia Católica Romana para convencer a la gente de que si pagaba dinero podía salvar las almas de sus familiares. El dinero recaudado se empleó para financiar  las campañas políticas y militares de los sumos pontífices de la Edad Media.

¿Por qué la fe sin obras es una fe muerta?

La Santa Biblia nos explica que la salvación es un regalo de Dios mismo, que no es una recompensa por nuestras propias obras para que nadie se pueda enorgullecer de sus propios méritos. Dice la Palabra del Señor: “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Por otro lado sabemos  que la salvación la logramos a través de Cristo. Que Él es, el puente que une el cielo y la Tierra.  Jesús dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida y nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).

No obstante, las obras son importantísimas pues son reflejo directo de nuestra fe. Hasta el punto de que la Biblia afirma con total rotundidad que la fe sin obras está muerta (Santiago 2: 14-26). Y es que si a nosotros acude un hermano que está desnudo o hambriento, y nosotros le negamos la ropa o el alimento y nos limitamos a ofrecerle buenas palabras, entonces nuestra fe se encuentra muerta. Jesús nos explicó que debíamos amar al Señor con todas nuestras fuerzas y al prójimo como a nosotros mismos. Y ello implica no solamente palabras de consuelo sino obras, acción.

¿Pero entonces nos salva nuestra fe o nuestras obras? Nosotros no nos salvamos a nosotros mismos, sino que es Dios quien nos salva y es a través de la fe en Cristo como nuestro salvador y el arrepentimiento de los pecados. Pero nuestras obras son un reflejo directo de nuestra fe. No es que hagamos buenas obras para entrar en el cielo, sino que porque Dios nos permite entrar en el cielo, por amor a Él, decidimos hacer buenas obras. Es nuestra manera de agradecerle todo cuanto hace por nosotros, la forma de hacer visible al mundo la fe que alberga nuestro corazón.

Jehová entregó al profeta Moisés los diez mandamientos (Éxodo 20:1-17) por los cuales habría de regirse el pueblo, lo cual evidencia la gran importancia que para el Señor tiene nuestros actos. De hecho, dice la Biblia que si incumples un mandamiento, te haces culpable de todos ellos (Santiago 2:8-11). Ahora bien, éstos no tenían un fin directo de salvación sino que era más bien como unas normas para vivir ordenadamente la vida. ¿Qué sería de nosotros si no existiesen las señales de tráfico? Todo sería un caos. Lo mismo ocurriría sin los diez mandamientos de la Ley de Dios.

Y el mandato más claro es el de amar al prójimo. Y amarlo de verdad. Nuestro Señor Jesús dijo que debíamos amar incluso a nuestros enemigos (Lucas 6: 35) y que a las personas se las distingue por sus acciones: «Por sus frutos los conoceréis» (Mateo 7:16). Así pues, Cristo nos llamó a amar, no sólo de palabra sino también de acción: «Os doy un mandamiento nuevo: Amaos unos a otros; como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos» (Juan 13:34-35).

Los apóstoles ya nos advertían de que debíamos apartarnos del pecado. «Por el contrario, comportaos en todo santamente, como santo es el que os llamó. Pues así lo dice la Escritura: Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pedro 1: 15-16). Y añaden: «Pero ahora habéis sido liberados del pecado, sois siervos de Dios, habéis sido consagrados a Él y tenéis  como meta la vida eterna (Romanos 6:22). En resumen: que a pesar de que nos salvamos a través de la fe, las obras resultan importantísimas. Hasta el punto de que la Biblia advierte de que sin santidad nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

¿En el cielo se obtienen distintas recompensas según las obras?

Sabemos que la salvación es un regalo de Dios mismo, que no es un premio que se obtiene como recompensa a nuestras propias obras para que nadie pueda jactarse. Dice la Santa Biblia: “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Por otro lado sabemos  que la salvación la logramos a través de Cristo. Que Él es, por decirlo de algún modo, nuestro pasaporte seguro al cielo.  Jesús dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida y nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14:6).

Pero si por el solo hecho de aceptar a Cristo tenemos salvación entonces ¿da igual lo que hagamos? ¿Es Dios tan injusto que recompensa igual al santo, al bueno y al caradura? No. En el cielo, como en la Tierra, no todo el mundo es igual: hay jerarquías. Todos somos salvos por aceptar a Cristo mas la recompensa es mayor o menor en función de nuestras obras. Yo sé con certeza que entraré en el cielo porque soy de Cristo, pero ojo, no puedo ser tan insensato como para pensar que obtendré el mismo galardón que santos como Teresa de Calcuta o Vicente Ferrer.

Voy a poner un símil. Un amigo y yo estamos interesados en entrar en el Ejército. Él es un piloto con 20 años de experiencia en la aviación civil. Y yo no soy nadie. Finalmente, nuestras candidaturas son aceptadas. ¿Entramos en el Ejército los dos? Sí. ¿Somos militares los dos? Sí. ¿Tenemos el mismo cargo los dos? No, él entra como capitán y yo como soldado raso. Con la salvación pasa igual… Un santo y un pecador arrepentido son cristianos. ¿Entran en el cielo los dos? Sí. ¿Son salvos los dos? Sí. ¿Tienen el mismo premio? No. Lógicamente, el del santo es mayor.

A continuación, puedes leer algunos versículos que justifican que la recompensa que ofrece el Señor es proporcional a nuestras obras:

Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con los ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras (Mateo 16:27).

Y él les dijo: «De cierto os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el Reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna» (Lucas 18:29-30).

Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor (1 Corintios 3:8).

Pero esto digo: El que siembra escasamente; también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará (2 Corintios 9:6).

He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra (Apocalipsis 22:12).

¿De que manera gana el demonio el espíritu de las personas?

¿De que manera gana el demonio el espíritu de una persona? ¿Cómo conquista su alma? De una manera muy semejante a cómo se cocina una rana. Cuando tú quieres cocinar una rana viva, si la lanzas a una olla con agua muy caliente el anfibio se quema, da un salto y escapa de la olla. Así pues, lo que se hace es poner a la rana en una cacerola con agua a temperatura ambiente. Como no se quema, la rana está a gusto y no salta. Al contrario, nada en el agua y se acostumbra a ella. Una vez se ha habituado, se enciende el fuego y se calienta el agua solamente un poquito. Como la temperatura del agua sube solamente unos grados, la rana no se asusta y nuevamente se acostumbra. Una vez habituada al calor, se vuelve a subir el fuego otro poquito. La rana sigue sin percibir la crecida de temperatura, así que sigue nadando en un agua cada vez más caliente. Este proceso se repite sucesivas veces hasta que el líquido está tan sumamente caliente que la rana se ha muerto en la olla. Pero lo más curioso es que el batracio ha fallecido feliz, contento, sin ni siquiera sospechar que había caído en una sutil trampa.

Con las personas pasa igual. Pregúntale a cualquier cocainómano cómo empezó en las drogas. Te dirá que con un cigarrillo. Un día unos amigos le ofrecieron un cigarrillo y probó. Una vez acostumbrado, se enganchó al tabaco. Después vino probar los porros. Se acostumbró. Luego la cocaína. Y al final acabó en la cárcel con el culo roto y con el SIDA. Y todo comenzó con un pitillo. Ningún político se hace corrupto de la noche a la mañana. De jóvenes luchan por unos principios y por una ideología. Luego ven que algunos de sus compañeros de partido roban dinero público. Y les parece mal, pero como es poco dinero el que roban y además son compañeros, no los quieren delatar. Se habitúan. Al cabo de un tiempo, han aumentado sus gastos personales y necesitan más dinero y se convencen a sí mismos de que no es grave robar un poco. Se vuelven a acostumbrar. Cuando han pasado unos años ya han olvidado los ideales por los que entraron en la política y se han entregado en cuerpo y alma a una orgía de corrupción, a un ansia por robar que es más fuerte que ellos.

Así somos las personas. Como ranas. Al principio rechazamos una cosa mala. Nos repugna. Pero luego, de tanto verla hacer a los demás, nos acostumbramos. La acabamos viendo como algo normal. Y una vez te has acostumbrado al pecado, cada vez es peor. Cada vez te acostumbras a cosas peores y al final te pasa como a la rana… Acabas muerto. Satanás ha conquistado tu espíritu y no te has dado ni cuenta. El demonio es muy inteligente y puede engañarte a ti, a mí o a cualquiera. Por eso hay que tener mucho cuidado con las cosas que vemos, que oímos, que tocamos, con los lugares o personas que frecuentamos. Porque una vez te acostumbras al pecado es difícil dar marcha atrás. Dice la Biblia que Dios envió a Egipto una plaga que convirtió el agua del río en sangre y otra que llenó el país de ranas que salían de ríos, arroyos y estanques. Moisés le dijo al faraón cuándo deseaba que orara por él para que se marchara la plaga. Y el faraón, pudiendo responder «ahora», dijo: «Mañana» (Éxodo 8:9-10). El faraón ya se había acostumbrado a vivir entre la porquería. Que no te pase a ti.

¿Por qué los cristianos somos comparados con ovejas que necesitan de un pastor?

¿Puede un ser humano derrotar a un demonio únicamente con sus fuerzas? ¿Podrá una persona mortal ser capaz de engañar a un espíritu maligno que es más viejo que la humanidad misma? Dicho de otro modo… Si juntamos en una misma pradera a una oveja y a un león ¿quién devorará a quién? ¿La oveja al león quizás?

La Santa Biblia compara a Satanás con un león hambriento que nos acecha alrededor y que está dispuesto a comernos. Dice la Palabra de Dios: «Sed sobrios y velad porque vuestro adversario el diablo anda como león rugiente buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8). El diablo tiene mucha hambre y viene a por nuestra alma.

En contraste, en la Biblia las personas contínuamente somos comparadas con ovejas. Fíjate que cosa tan curiosa: todos los animales tienen algún mecanismo de defensa. El toro embiste, el gato araña, el perro muerde, el conejo corre, el mono trepa, la tortuga se esconde en su caparazón pero ¿y la oveja qué puede hacer?

Nada. La oveja es débil, es casi ciega (no ve a más de dos o tres metros de distancia) y tan estúpida que cuando se acerca el lobo en lugar de esconderse, lo atrae con sus balidos. Dicho de otro modo: la oveja no puede defenderse a sí misma. Por eso es tan importante que cerca del rebaño haya un pastor que proteja su vida.

Las personas somos iguales que las ovejas: débiles ante el pecado, ciegas ante las trampas del maligno y estúpidas. Por nosotras mismas, no podemos derrotar a un ser mucho más astuto como el diablo. Por eso necesitamos de un pastor en una iglesia que nos guíe, oriente y defienda de la voracidad de un león famélico y fiero.

¿Entrará todo el mundo en el Reino de los Cielos o sólo unos pocos?

¿Entrará todo el mundo en el Reino de los Cielos? ¿O sólo una minoría? Dice el teólogo José de Segovia: «La imaginación po­pular ha creado un Dios de luenga bar­ba blanca y mirada bonachona, que ob­ser­va indulgentemente las travesuras de los hombres. Como un Papá Noel celestial, este Dios amoroso siempre dispuesto a perdonar, nos recibirá a todos al final con los brazos abiertos, aunque hayamos hecho de nuestra vida un desastre… Este concepto vacío de un amor permisivo y gracia barata, que hace el Cielo obligatorio para todos, excepto tal vez Hitler y algún que otro asesino en serie, se ha convertido en el ídolo de nuestro tiempo. Hoy más que nunca tenemos que proclamar al mundo que hay un Dios de amor, pero el amor no es Dios…»

¿Se corresponde esta creencia con la realidad? No, en absoluto. De hecho, esta idea, tan extendida como falsa, se basa en un profundo desconocimiento bíblico. Si quieres saber cómo piensa, siente y actúa Dios debes leer la Biblia. En ella dice claramente: «El Señor es tardo para la ira y abundante en misericordia; el Señor perdona la iniquidad y la rebelión, pero no las deja impunes, sino que castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Números 14:18). Es decir, el Todopoderoso es misericordioso, es compasivo, tiene una gran paciencia y está dispuesto a perdonarnos pero… y aquí está el detalle: también es iracundo y castiga la maldad de las personas. Y cuando Dios se enfada, ponte a temblar porque su furia es colosal.

Nos cuenta la Biblia que el Creador destruyó las ciudades de Sodoma y Gomorra a causa de su homosexualidad (Génesis 19:1-29), que convirtió a la mujer de Lot en estatua de sal en pago por su desobediencia (Génesis 19:26), que mandó diez plagas sobre Egipto (Éxodo 7:8 – 11:10), que destruyó la pecaminosa ciudad de Nínive (libro de Nahúm), que envió al rey babilonio Nabuconodosor a invadir Judá por la desobediencia de los judíos (Daniel 1: 1-2) e incluso que mandó un diluvio universal que destruyó a toda la humanidad, excepto a Noé y su familia. Si Dios fue capaz de hacer todo esto y mucho más como castigo a los pecados ¿crees que le va a temblar el pulso a la hora de enviarte al infierno en pago a tus pecados? ¿Acaso vas a ser la excepción tú?

Muchas personas creen que el día de mañana Dios efectuará una amnistía general, un perdón colectivo para todo el mundo, salvo quizás para unos pocos malos malísimos. Muchas personas piensan que pueden hacer lo que les dé la gana, vivir su vida como a ellos les apetezca y olvidarse de Dios porque luego, al final de la corrida, les va a perdonar por todo lo que hayan hecho. Otros muchos creen que les basta con ser «buenos»: con hacer buenas obras, pagar los impuestos, no desear el mal a nadie y ayudar a la ancianita a cruzar  la calle. Todos éstos cuando mueran descubrirán atónitos y horrorizados que van a ir al infierno porque no hicieron caso de las advertencias que el Señor les hizo. Que nadie se equivoque porque el Cielo está reservado para unos pocos.

Y esto no lo digo yo sino el propio Jesús: «Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos» (Mateo 22:14). También dijo: «Entrad por la puerta estrecha. La puerta que conduce a la perdición es ancha, y el camino fácil, y muchos son los que pasan por ellos. En cambio, es estrecha la puerta y angosto el camino que llevan a la vida, y son pocos los que lo encuentran» (Mateo 7.13-14). Cristo mismo insiste sobre  la dificultad de llegar al cielo, y que, por lo tanto, son muy pocos los que entrarán en él. «Procurad estar en paz con todos y llevar una vida de consagrados, sin ello nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14). O dicho de otro modo: debemos tener una conducta lo más íntegra y recta que nos sea posible porque sin santidad nadie verá al Señor.

También mucha gente que va a la iglesia los domingos se abrasará en el infierno. Dijo Jesús: «No todos los que dicen: «Señor, Señor» entrarán en el reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en el día del juicio: «Señor, Señor, mira que en tu nombre hemos anunciado el mensaje de Dios, y en tu nombre hemos expulsado demonios, y en tu nombre hemos hechos muchos milagros». Pero yo les contestaré: «Me sois totalmente desconocidos. ¡Apartáos de mí pues os habéis pasado la vida haciendo el mal!». (Mateo 7:21-23). Solamente los verdaderos creyentes, los que de verdad se arrepientan de sus pecados, confíen ciegamente en Cristo como su salvador y vivan en santidad, serán salvos. Es decir, muy poca gente.

¿Nos salva una religión, una iglesia, nuestras obras o el Salvador?

«Ningún otro puede salvarnos pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido autor de nuestra salvación» (Hechos 4:12).

Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida y nadie va al Padre sino por mí»  (Juan 14:6). Fíjate bien lo que dice… No dice nadie va al Padre (es decir, al cielo)  a través de una religión. No dice a través de una iglesia o por sus buenas obras. No. Dice: «Nadie va al Padre sino por mí». Jesucristo afirmó ser el camino. No un camino. Sino el camino. Solamente hay un camino para salvarnos: y es que sea Jesús quien nos salve. Si algún cristiano piensa que es una religión la que le va a salvar, tengo malas noticias para él: Jesús no era católico ni evangélico ni ortodoxo. Él era judío. Si alguien piensa que por ser judío se va a salvar, se equivoca: si lees el Nuevo Testamento verás que Jesús centraba la mayoría de sus ataques no en borrachos o prostitutas sino en los religiosos de la época. En gente que era religiosa o que decía serlo.

Si no es una religión entonces ¿es quizás una iglesia concreta la que nos salvará? La Biblia nos dice que eso no es posible porque las iglesias están compuestas por personas pecadoras. «Por cuanto todos pecaron, todos quedan destituídos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). Dicho de forma sencilla: nadie puede entrar en el cielo si tiene pecado (y ahí radica el problema: en que todos somos pecadores). ¿Puede una iglesia compuesta por pecadores salvarme a mí de mis propios pecados? Eso es como si una persona que no sabe nadar quiere salvar a otra que se está ahogando. ¿Me va a salvar a mí la Iglesia Católica, que ha tenido Papas fornicarios y asesinos; la Iglesia Evangélica, que ha contado con falsos profetas y estafadores, o cualquier otra iglesia? No, de ningún modo. Definitivamente ningún pecador puede salvar a otro.

Mucha gente opina que son sus acciones las que les van a salvar porque son ciudadanos honestos, que hacen buenas obras o que no le desean el mal a nadie. Sin embargo, todo esto no es suficiente ya que incluso aunque seamos muy bondadosos aún así seguiremos teniendo pecado y eso nos cierra las puertas del cielo. Además, veamos de qué manera concreta somos salvos: «Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8-9). La Biblia indica que la salvación la obtenemos por fe, que es un regalo del Señor y que no es por obras ya que si de nuestros propios méritos dependiera, entonces nuestro corazón se podría llenar de orgullo y eso es algo que Dios aborrece. Por eso, nuestras obras nunca pueden ser la llave del cielo.

Entonces si no es una religión ni es una iglesia ni son nuestras obras… ¿Qué o quién nos salva? Pues el Salvador. Es decir, Jesucristo. Piensa una cosa… Cuando Dios envía a un salvador a la Tierra con la misión de limpiar a la humanidad de sus pecados y  de impedir que acabe abrasada en el infierno es por la sencilla razón de que nosotros, los humanos, no podemos salvarnos a nosotros mismos. Si así fuera, si yo pudiera entrar en el cielo por mí mismo, sería absurdamente innecesario que Dios hubiese enviado a un salvador a la Tierra. No somos nosotros, sino Dios, quien nos salva. ¿Entonces qué debemos hacer? Arrepentirnos de nuestros pecados y aceptar a Jesús como nuestro Señor y Salvador personal. Acepta a Cristo en tu corazón hoy mismo. Antes de que sea demasiado tarde. Quien sabe si mañana estarás vivo.

¿Qué quiere decir que Jesús murió en la cruz para salvarnos?

Pregunta de Michelle León.

Pamplona, Navarra. España.

¿Por qué murió Cristo en la cruz? ¿Qué significa su crucifixión? Hoy en día se ha perdido el significado que conlleva dicho gesto de entrega. Y es normal, pues tiene que ver con una cultura (la judía), un país (Israel)  y una época (la de hace 2.000 años) que no son los nuestros, con los que no estamos muy familiarizados y que, por lo tanto, es normal que nos suenen extraños. Voy a intentar explicar con palabras sencillas lo que significaba en la sociedad judía el sacrificio del cordero y su relación con la crucifixión de Cristo. Pero como no es asunto sencillo, pondré primero un ejemplo actual para que el lector pueda entenderlo mejor.

Piense por un instante en cuál es, de entre todas sus pertenencias, su objeto preferido… Quizás se trate de su ordenador, de su teléfono móvil, de su ropa, de su colección de sellos, su coche, quizás sea un peluche de la infancia, la televisión, el dinero… Piénselo. En mi caso, que soy un lector empedernido y un bibliófilo declarado, se trata de mi abultada colección de tebeos y libros.

En la antigüedad la posesión más preciada era el ganado, y muy especialmente el cordero. En aquella época tener ganado era símbolo de riqueza. Los animales tenían un valor doble: como dinero (al venderlos) y como alimento (al matarlos). De hecho, en la Biblia siempre que se habla de alguien rico, inmediatamente se menciona el número de cabezas de ganado que tenía. Es como si hoy dijéramos: «Fulanito es muy rico; tiene quince pisos y once coches».

Pues bien, cuando los judíos cometían un pecado, para pedir perdón a Dios sacrificaban un cordero (algo altamente valioso en aquella época). Es como si en la actualidad, cada vez que yo peco contra Dios quemara una colección de tebeos o un libro antiguo… Para mí, que me encanta leer, supondría un sacrificio muy grande. O es como si un coleccionista de sellos renunciase a una parte de sus sellos. O como si un rico renunciase a su Ferrari. O como si usted renunciase a su objeto preferido. Evidentemente, duele. Es, como una forma de sacrificarse, de desprenderse de algo importante para nosotros. Era como decir: «Mi posesión X me importa mucho, pero Dios aún más, y para demostrárselo voy a renunciar a algo que para mí resulta muy valioso, aunque me duela».

Ésta era la forma en que los judíos demostraban su amor a Yaveh. En contrapartida, se entendía que cada vez que se hacía este sacrificio, Dios perdonaba los pecados de esa persona. Pero llegó un momento en que el Señor quiso demostrar a los humanos que Él los amaba a ellos aún más que ellos a Él. Así que si los humanos entregaban su pertenencia más valorada (el cordero), Jehová les entregó a ellos lo más precioso que tenía: a su hijo, Cristo.

Cristo vino a la Tierra con la misión última de ser sacrificado como un cordero. La crucifixión en absoluto le llegó de sorpresa. Al contrario: Él ya sabía muy bien a lo que venía. Así, con el derramamiento de su sangre preciosa, Dios perdonaba los pecados de la humanidad. O al menos los de aquellas personas que se arrepientan de su mala conducta y crean en Jesús como su Señor y salvador. Por esto es que se llama a Cristo «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Un judío mataba a un cordero para que se lavasen sus pecados. Dios sacrificó a su propio hijo como a un cordero para lavar los pecados del mundo. Es más, la Biblia entera, el cristianismo entero, se puede sintetizar a la perfección en un solo versículo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su único hijo para que todo aquel que en Él crea no se pierda sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16).

¿Era imprescindible sacrificar a su propio hijo para perdonar los pecados a la humanidad? No necesariamente. Yaveh podría haber dicho simplemente: «Vale, estáis perdonados». Pero Él prefirió hacer una gigantesca demostración de amor que además encajaba a la perfección en la sociedad y la tradición judías del momento. Es como decir: «No sólo te perdono tus pecados; es que te amo tanto que además estoy dispuesto a morir por ti. Y en una muerte de cruz, además». ¿Qué mayor muestra de amor que ésa? Mucha gente sería reticente a dar su vida por un familiar. Cristo dio la vida por todos; incluso por aquellos que le escupían, se burlaban de Él o lo asesinaron. Y ojo, porque quienes lo mataron no fueron los judíos o los romanos. Fuimos todos. A Cristo no lo mató una cruz o unos clavos o una lanza sino nuestros pecados. Porque Jesús murió y resucitó para lavar los pecados de toda la humanidad, pasados, presentes y futuros. Incluídos los suyos y los míos.

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