Falacia atea: La ley moral no tiene que ver con Dios.

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«Si Dios no existe…todo está permitido; y si todo está permitido la vida es imposible». Fiodor Dostoyevski (escritor).

“Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí y el orden moral dentro de mí”. Estas palabras pueden leerse en la lápida del filósofo Inmanuel Kant. La ley moral es una de las evidencias más notables de la existencia de Dios. Todos tenemos una voz interior, una voz de la conciencia que nos insta a hacer el bien y que nos mueve al remordimiento cuando hacemos el mal. ¿Quién ha puesto esta ley moral dentro de nosotros? Nuestro Creador, sin duda.

A veces motivos poderosos (el amor por el dinero, una pasión desordenada…) nos hacen cometer acciones perversas… Lo habitual es que aparezca el remordimiento pues algo en nuestro fuero interno nos dice que hemos obrado mal pero también es cierto que hay gente sumamente depravada incapaz de arrepentimiento o de sentir empatía con el sufrimiento ajeno, ellos tienen su conciencia cauterizada, la Biblia habla de ellos (1 Timoteo 4:2), pero son una minoría, la excepción a la regla.

¿Quién nos ha impuesto esa moral interior? ¿Los hombres? No. Ni siquiera el más tiránico de los gobiernos ha legislado jamás contra los pensamientos y sentimientos interiores, sólo contra su expresión a través de acciones externas. Además, si la moral fuera una enseñanza humana claramente entraríamos en graves contradicciones puesto que unos defenderían una cosa y otros la contraria, o una acción con el paso del tiempo pasaría de considerarse buena a mala o al revés.

¿Pero acaso no ha sucedido eso? ¿No ve la sociedad hoy el aborto con buenos ojos cuando antes era escandaloso? Sí, pero porque nadie le muestra públicamente el cadáver sanguinolento del recién abortado. O porque se le ha engañado a base de mentiras diciendo que no es un ser humano sino una célula. O porque los intereses egoístas priman en ocasiones. Puede haber muchas razones, pero éstas apuntan más a no hacer caso a nuestra voz interior que a un cambio real de la misma.

Admito no obstante que hay algunos aspectos de la moral que pueden quedar sujetos a las circunstancias y vaivenes de tiempo, lugar, modas, culturas… Pero lo sustancial permanece inmutable. Siempre será bueno ayudar a la gente de forma desinteresada, dar buenos consejos, cuidar de los enfermos o hacer justicia. Siempre será algo malo robar el dinero de los otros, aprovecharse de la fuerza para abusar del débil, mentir, estafar, culpar a un hombre inocente o violar a una mujer.

«Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Éste fue el mandato de Cristo y ésta es la esencia de la voz de la conciencia que habita en nosotros. Algo en nuestro fuero interno nos dice que existe un Creador, que lo correcto es hacer el bien y no el mal, que debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen y no hacerles lo que no queremos que nos hagan.  Esta ley moral nos la grabó a fuego nuestro Hacedor y es una evidencia de que Él existe.

 

FUENTE: Por qué dejé de ser ateo de Josué Ferrer.

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El conejo de Playboy y la normalización del puterío.

Hoy en día ha proliferado de forma alarmente el símbolo del conejo del Playboy. Es fácil verlo en pegatinas en los coches, en perfumes que se exhiben en los escaparates o incluso en pendientes que las adolescentes se ponen para ir al instituto. Me pregunto qué clase de padres son los que ven que su hija lleva un símbolo que es todo un homenaje a la prostitución y a la pornografía y les da igual.

Los símbolos son muchísimo más que un simple adorno más o menos bonito. Tienen un significado. Representan algo, una idea, unos valores; exactamente igual que una bandera es mucho más que un simple pedazo de tela. Detrás de un símbolo hay un estilo de vida. Si veo un chico con la esvástica nazi pensaré de esa persona que es racista. Si una chica lleva el conejo de Playboy, pensaré que es una zorra.

Tal proliferación es sólo una prueba más del acelerado derrumbe moral de Occidente. Hoy en día la gente se ha acostumbrado a ver parejas que fornican en directo en programas de televisión, o a ver como estrellas  a mujeres que unos años antes hubiesen sido consideradas  rameras. Y hasta  encontramos hombres que dicen sentirse orgullosos de que su novia pose desnuda en la portada de una revista.

Será cuestión de valores, pero si mi novia se bajara las bragas por dinero delante de todo el mundo a mí no me causaría orgullo precisamente, sino sonrojo. Sin embargo, esta postura es cada vez más minoritaria, porque es tal la avalancha de inmoralidad que nos hemos acostumbrado a llamar bueno a lo malo y malo a lo bueno, a ver  como normales cosas que hace sólo quince años nos daban auténtico asco.

Frente a la competitividad, solidaridad.

El otro día estaba instruyendo a mis alumnos acerca del consumo responsable. Les expliqué que algunas multinacionales se instalan en el Tercer  Mundo y allí contratan en régimen de semiesclavitud a niños pequeños que en lugar de ir a la escuela se pasan maratonianas jornadas laborales en una lóbrega fábrica cosiendo zapatillas o balones por un sueldo miserable. Y les puse como ejemplo a la tantas veces denunciada en la prensa factoría Nike.

Cuando les pregunté si ellos están dispuestos a comprar productos que saben que están fabricados por esclavos, su respuesta me heló la sangre. Me dijeron que sí, que sin ningún problema. «¿Incluso a pesar de que así estáis contribuyendo a fomentar la esclavitud en el mundo?» -repliqué-. Y nuevamente me respondieron que sí, que mientras a ellos les guste una cosa se la comprarán sin problemas pues no les importa cómo la hayan hecho.

Me quedé de piedra al ver que ni uno solo de mis estudiantes sintió un mínimo de solidaridad con aquellos niños explotados de India y China. Más sobrecogedor todavía fue ver  que aquella era la mejor clase en cuanto a resultados académicos, la de los más inteligentes. Pensé aterrorizado: «Si esto es representativo de los futuros líderes que vamos a tener en la nación, menuda pandilla de monstruos carentes de escrúpulos va a dirigir nuestros destinos».

Lo más paradójico es que en unos pocos años estos chicos saldrán al mercado laboral y comprobarán como, tras estudiar una dura carrera de cuatro años en la Universidad, lo único que les aguardará será un empleo basura con un sueldo inferior al de un barrendero. Y todo porque los empresarios dicen que toca abaratar costes para poder competir contra esos mismos niños indios y chinos por los que mis alumnos no sienten ninguna compasión.

¿Nos salva una religión, una iglesia, nuestras obras o el Salvador?

«Ningún otro puede salvarnos pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido autor de nuestra salvación» (Hechos 4:12).

Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida y nadie va al Padre sino por mí»  (Juan 14:6). Fíjate bien lo que dice… No dice nadie va al Padre (es decir, al cielo)  a través de una religión. No dice a través de una iglesia o por sus buenas obras. No. Dice: «Nadie va al Padre sino por mí». Jesucristo afirmó ser el camino. No un camino. Sino el camino. Solamente hay un camino para salvarnos: y es que sea Jesús quien nos salve. Si algún cristiano piensa que es una religión la que le va a salvar, tengo malas noticias para él: Jesús no era católico ni evangélico ni ortodoxo. Él era judío. Si alguien piensa que por ser judío se va a salvar, se equivoca: si lees el Nuevo Testamento verás que Jesús centraba la mayoría de sus ataques no en borrachos o prostitutas sino en los religiosos de la época. En gente que era religiosa o que decía serlo.

Si no es una religión entonces ¿es quizás una iglesia concreta la que nos salvará? La Biblia nos dice que eso no es posible porque las iglesias están compuestas por personas pecadoras. «Por cuanto todos pecaron, todos quedan destituídos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). Dicho de forma sencilla: nadie puede entrar en el cielo si tiene pecado (y ahí radica el problema: en que todos somos pecadores). ¿Puede una iglesia compuesta por pecadores salvarme a mí de mis propios pecados? Eso es como si una persona que no sabe nadar quiere salvar a otra que se está ahogando. ¿Me va a salvar a mí la Iglesia Católica, que ha tenido Papas fornicarios y asesinos; la Iglesia Evangélica, que ha contado con falsos profetas y estafadores, o cualquier otra iglesia? No, de ningún modo. Definitivamente ningún pecador puede salvar a otro.

Mucha gente opina que son sus acciones las que les van a salvar porque son ciudadanos honestos, que hacen buenas obras o que no le desean el mal a nadie. Sin embargo, todo esto no es suficiente ya que incluso aunque seamos muy bondadosos aún así seguiremos teniendo pecado y eso nos cierra las puertas del cielo. Además, veamos de qué manera concreta somos salvos: «Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8-9). La Biblia indica que la salvación la obtenemos por fe, que es un regalo del Señor y que no es por obras ya que si de nuestros propios méritos dependiera, entonces nuestro corazón se podría llenar de orgullo y eso es algo que Dios aborrece. Por eso, nuestras obras nunca pueden ser la llave del cielo.

Entonces si no es una religión ni es una iglesia ni son nuestras obras… ¿Qué o quién nos salva? Pues el Salvador. Es decir, Jesucristo. Piensa una cosa… Cuando Dios envía a un salvador a la Tierra con la misión de limpiar a la humanidad de sus pecados y  de impedir que acabe abrasada en el infierno es por la sencilla razón de que nosotros, los humanos, no podemos salvarnos a nosotros mismos. Si así fuera, si yo pudiera entrar en el cielo por mí mismo, sería absurdamente innecesario que Dios hubiese enviado a un salvador a la Tierra. No somos nosotros, sino Dios, quien nos salva. ¿Entonces qué debemos hacer? Arrepentirnos de nuestros pecados y aceptar a Jesús como nuestro Señor y Salvador personal. Acepta a Cristo en tu corazón hoy mismo. Antes de que sea demasiado tarde. Quien sabe si mañana estarás vivo.

De la (verdadera) riqueza.

Uno de los alumnos del gran pensador Sócrates fue Anístenes, quien fundó la escuela filosófica de los cínicos. Ellos creían que la verdadera felicidad no depende de cosas externas como el lujo, el poder político o incluso la salud. Más o menos venían a pensar eso de que no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita. Hay una anécdota sobre Diógenes de Sínope, quien fue el más famoso de todos los cínicos. Vivía dentro de un tonel y según decían no tenía más posesiones materiales que una capa, un bastón y una bolsa de pan. Una vez, tomando el sol delante de un tonel, recibió la visita inesperada del emperador Alejandro Magno quien le dijo que si deseaba algo él se lo concedería. Diógenes respondió: «Quiero que te apartes pues me estás tapando el sol». El sabio le demostró así que él era más rico y más feliz que el emperador con todo su poder. El emperador de Macedonia se quedó impresionado: «Si no fuera Alejandro Magno, me gustaría ser Diógenes» dijo él.

En otra ocasión cuentan que Diógenes caminaba por toda Atenas a plena luz del mediodía con una lámpara encendida pues buscaba un hombre honesto y decía que encontraba ninguno. Considero a Diógenes uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos, aunque nunca escribiera ningún libro y apostara por una sabiduría práctica como Sócrates. Me gustan esos filósofos que como Sócrates, Luis Vives o Diógenes son capaces de acercar algo en principio tan lejano y abstracto como la filosofía a las pequeñas cosas caseras del día a día. Me gustan esos seres capaces de dar una lección de humildad incluso a los más poderosos. Me gustan las personas que piensan que la auténtica riqueza es la del corazón y no se dejan deslumbrar por la fiebre del oro. Decía mi profesor de Literatura, Miguel Herráez, que lo único verdaderamente importante en la vida, lo único que cuenta de verdad es ser feliz. Las cosas importantes de la vida no se compran con dinero. Diógenes sabía eso.

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