El otro día estaba instruyendo a mis alumnos acerca del consumo responsable. Les expliqué que algunas multinacionales se instalan en el Tercer Mundo y allí contratan en régimen de semiesclavitud a niños pequeños que en lugar de ir a la escuela se pasan maratonianas jornadas laborales en una lóbrega fábrica cosiendo zapatillas o balones por un sueldo miserable. Y les puse como ejemplo a la tantas veces denunciada en la prensa factoría Nike.
Cuando les pregunté si ellos están dispuestos a comprar productos que saben que están fabricados por esclavos, su respuesta me heló la sangre. Me dijeron que sí, que sin ningún problema. «¿Incluso a pesar de que así estáis contribuyendo a fomentar la esclavitud en el mundo?» -repliqué-. Y nuevamente me respondieron que sí, que mientras a ellos les guste una cosa se la comprarán sin problemas pues no les importa cómo la hayan hecho.
Me quedé de piedra al ver que ni uno solo de mis estudiantes sintió un mínimo de solidaridad con aquellos niños explotados de India y China. Más sobrecogedor todavía fue ver que aquella era la mejor clase en cuanto a resultados académicos, la de los más inteligentes. Pensé aterrorizado: «Si esto es representativo de los futuros líderes que vamos a tener en la nación, menuda pandilla de monstruos carentes de escrúpulos va a dirigir nuestros destinos».
Lo más paradójico es que en unos pocos años estos chicos saldrán al mercado laboral y comprobarán como, tras estudiar una dura carrera de cuatro años en la Universidad, lo único que les aguardará será un empleo basura con un sueldo inferior al de un barrendero. Y todo porque los empresarios dicen que toca abaratar costes para poder competir contra esos mismos niños indios y chinos por los que mis alumnos no sienten ninguna compasión.
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