Brunéi: mejor ser cabeza de ratón.

Brunéi nació como sultanato en el siglo XIV y sólo dos centurias más tarde abarcaba toda la ínsula de Borneo y el sudoeste de Filipinas. El contacto con los españoles primero, y con los británicos después, supuso el declive de esta poderosa nación, que hacia finales del siglo XIX había perdido la práctica totalidad de sus tierras.

En 1888 fue colonizada por Reino Unido. En 1957 Brunéi tuvo la oportunidad de unirse a la naciente Federación Malaya, pero finalmente lo declinó porque hubiera salido perdiendo económicamente. En 1860 trató de formar la Federación de Borneo del Norte, pero fracasó ya que Sarawak y Sabah prefirieron unirse a Malasia.

En 1984 Brunéi se independizó de Reino Unido y se convirtió en uno de los países más ricos del planeta. Este pequeño estado cuenta con enormes yacimientos de petróleo y gas y muy poca población, por lo que la gente goza de un alto tren de vida. Salió ganando al decidir ser cabeza de ratón a cola de león (malayo en este caso).

Pero no es petróleo todo lo que reluce. Esta patria es también un sultanato medieval donde rige la sharía. El adulterio y la homosexualidad se castigan con la lapidación y al ladrón le cortan la mano. No hay sitios donde salir a bailar, fumar o tomar una copa. Es una dictadura feudal donde incluso celebrar la Navidad está prohibido.

El sultán, Muda Hassanal Bolkiah, es famoso por sus excentricidades. Es uno de los hombres más ricos de la Tierra, dispone de un extenso harén para su disfrute personal,  viaja a los sitios en sus jets privados, posee más de 5000 coches de lujo y paga sueldos locos a quienes trabajan para él. Es -literalmente- el dueño de Brunéi.

Esta pequeña nación, de lengua y cultura malaya, es, en definitiva, el típico sultanato petrolero donde el Estado dispara con pólvora de rey y no repara en gastos. ¿Pero qué pasará el día que se acabe el maná del oro negro? Los bruneanos ni se lo plantean. Prefieren pensar que las bendiciones de Alá van a durar para siempre.

Por qué las naciones protestantes son ricas y las católicas pobres.

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América del Norte es protestante y rica y la del Sur católica y pobre. En Europa, con sus matices, ocurre igual. Incluso en el Hemisferio Sur; compara Australia con Filipinas. Si consultas la lista de los diez países del mundo con mayor renta per cápita, los diez con mayor bienestar social, los diez más democráticos, los diez más transparentes o los diez menos corruptos, verás que siete u ocho son protestantes. El protestantismo genera libertad y prosperidad. Veamos ahora por qué:

1) Educación. Con la Reforma Protestante del siglo XVI, el teólogo Martín Lutero planteó la necesidad de que la gente leyera la Biblia, y para ello se tuvo que hacer una gran campaña de alfabetización para instruir a un pueblo inculto. Pero en los países católicos con que el cura supiera leer ya era más que suficiente. Así, en el siglo XVIII en Inglaterra y Holanda la alfabetización alcanzaba ya al 70% de la población, mientras que en España o Portugal no llegaba ni siquiera al 10%.

2) Ciencia. Los países reformados, volcados en la lectura la Biblia, empezaron a interesarse por el estudio del mundo, de la naturaleza y de las estrellas, inspirados sin duda por libros como Génesis, Salmos y otros textos sacros. No es de extrañar que en estas naciones comenzaran a surgir científicos como setas. Pero en los países del sur de Europa la Inquisición quemaba en mitad de la plaza a los científicos por herejes y usaba sus trabajos para engrosar su catálogo de libros prohibidos.

3) Mentira. Para los protestantes la mentira es un pecado muy grave ya que se cita en los Diez Mandamientos junto al homicidio, el adulterio o el robo. Así, en Alemania, un político suele dimitir si se demuestra que ha mentido. En Estados Unidos puedes ir a prisión si entregas un cheque sin fondos. Pero en los países católicos, como Italia o Malta, es un pecado venial, un pecadillo, por tanto la mentira inunda la política, la administración y las finanzas y no puedes confiar en nadie.

4) Robo. En los países reformados se entendió claramente que el robo era muy grave, que todos los hombres eran iguales y que por tanto la propiedad privada era un derecho inalienable de todos los hombres, pero en los países de la Contrarreforma, mucho más apegados al Antiguo Régimen, la propiedad privada era un privilegio de la Corona, la nobleza y la Iglesia Católica. No en vano el comunismo triunfó en la católica Cuba. Nadie habría apoyado a Fidel Castro en Canadá.

5) Ética en el trabajo. Mientras que en los países católicos el trabajo es un castigo de Dios -al ser expulsado Adán del paraíso- y los oficios manuales tienen menos prestigio que los intelectuales, en los protestantes el trabajo no es malo: de hecho, Adán ya trabajaba en el Huerto del Edén (Génesis 2:15); ser barrendero es tan digno como ser cirujano y trabajar con excelencia y de forma ética también es una forma de honrar al Señor. Max Weber lo resumió: trabajo, ahorro y esfuerzo.

6) Capitalismo. Para la Iglesia Católica la riqueza es un estigma y la pobreza un signo de humildad y sencillez. El protestantismo, por su parte, entiende que el problema no es el dinero en sí sino el amor al dinero (1 Timoteo 6:10) y que de hecho ser rico no es incompatible con ser un buen creyente; ahí están los casos de José, Moisés, Daniel o Job, entre otros.  No es casualidad que el capitalismo, la banca y los negocios hayan alcanzado sus máxima expresión en los países de la Reforma.

7) Democracia. En las naciones protestantes se apostó  por la libertad y la democracia, y por una separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Destaca Suiza, con su envidiable democracia directa. Por contra, los países del sur de Europa y las repúblicas iberoamericanas se ahogaron en un sinfín de monarquías absolutistas, fascismos, guerras civiles y golpes de estado que las condenaron a la pobreza y el atraso. El Vaticano es aún hoy la última teocracia de Europa.

8) Separación de iglesia-estado. Mientras que en las naciones protestantes se buscó dividir los poderes para que se contrapesen, la Iglesia Católica trata hasta la fecha de que el poder civil se someta al religioso. Así, Holanda pronto permitió la libertad de culto, en Escandinavia se desarrolló el parlamentarismo y Estados Unidos nació como un estado laico. En cambio, hasta hace muy poco en España se paseaba a Francisco Franco bajo palio y aún hoy en México manda el señor obispo.

9) Imperio de la ley. Para el teólogo Juan Calvino la ley -es decir, la Biblia– tenía la primacía pero para los católicos la primacía recaía en una institución (la Iglesia Católica), fuera de la cual no hay salvación y que era la encargada de interpretar la Biblia. Para la Reforma todos los ciudadanos son iguales, mientras que para la Iglesia Católica no sólo todos no eran iguales, sino que había incluso algunos que estaban dispensados de cumplir la ley (por ejemplo, con las famosas bulas).

10) Valores bíblicos. En resumen, las naciones protestantes se han inclinado por los principios bíblicos y las católicas por tradiciones humanas, muchas de las cuales no sólo son extrabíblicas sino incluso abiertamente antibíblicas. Es el contraste entre los valores del Libro versus los valores de ritos, procesiones e imágenes. Es la bendición que comporta para un pueblo apegarse a la Palabra versus la miseria, la hecatombe y la desolación que siempre aguardan fuera de Dios.

 

Post Scriptum:

Los países católicos son en general pobres y los pocos que son ricos constituyen la excepción que confirma la regla. Y, curiosamente, son los menos católicos de todos. Así pues, Irlanda, Bélgica, Luxemburgo, Liechtenstein o Austria son países muy desarrollados pero lo son gracias a la influencia de los protestantes estados vecinos. Igualmente, Francia o Mónaco son ricos en gran medida porque la Revolución Francesa y el laicismo limitaron mucho el poder de la Iglesia Católica allí.

Austria: una nación feliz.

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Érase una vez un país muy pequeño y muy feliz. Austria. Antaño fue un gran imperio en la Europa Central pero actualmente es una república federal sin salida al mar fronteriza con ocho estados. Enclavada en los Alpes, bañada por el río Danubio, se trata de una nación muy próspera que disfruta de la vida y practica el esquí.

Formó parte del Sacro Imperio Romano Germánico, del Imperio Carolingio, del Imperio Austríaco y finalmente del Imperio Austro-Húngaro, de cuyas cenizas nació la actual Austria en 1918. En 1938 durante el Anschluss fue ocupada por la Alemania nazi y tras la Segunda Guerra Mundial se independizó de los aliados en 1955.

Es un estado rico, sencillo, serio, estable, ordenado, sin historia, donde no ocurre nada interesante. Es un pueblo muy conservador que goza de un alto nivel de vida y que no quiere que nada cambie. Los austríacos tienen una existencia tranquila y apacible, provinciana. Están muy satisfechos con su nación y desean que todo siga igual.

Sus regiones son unidades étnicas, económicas y culturales muy diferenciadas entre sí. Destaca el Tirol, un pueblo con lengua propia y una identidad muy acusada. Los derechos de las minorías -croatas, húngaros, checos, eslovenos, roma y sinti (estos dos últimos gitanos)- se encuentran garantizados por la Carta Magna.

Aunque el austríaco es oficialmente un dialecto del alemán, difiere mucho del alemán estándar y se parece al suizo y al bávaro. Tanto es así que algunos sectores defienden un idioma austríaco o austrobávaro distinto del alemán. Además de la lengua, la católica Austria tiene mucho en común con Baviera y siente alergia por Berlín.

Es la cuna de la música: Wolfgang Amadeus MozartFranz Haydn, Franz Schubert, Ludwig van Beethoven, Johann Strauss… Viena fue un centro de innovación musical que atrajo los mejores compositores en el siglo XVIII y XIX y hoy su Filarmónica deleita al mundo en el Concierto de Año Nuevo cada 1 de enero.

El más rico del infierno.

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Hace apenas dos años -en 2011- nos dejaba Steve Jobs, el genio que revolucionó la informática. Desde entonces su popularidad no ha hecho más que crecer sin medida. El fundador de Apple, Pixmar y Next arrastró toda una vida de enfermedades y problemas de salud y al parecer su muerte prematura, a la edad de 56 años, lo ha convertido en una especie de mártir. Fue creador del Macintosh, del IPod, del IPad, del IPhone, del ITunes y de un infinito etcétera pero no voy a entrar a valorar ahora la brillantez de sus  inventos, de sobra conocidos por todo el mundo, muy especialmente por esa legión de adoradores que tiene este señor -los applemaniacos- quienes pese a ser tan sofisticados y estar a la última con tipo de artilugios y cachivaches varios, adolecen a veces de un fanatismo que recuerda a los aficionados más ultras de un equipo de fútbol o lo que es peor aún, a una secta.

No he tenido la oportunidad de compartir mesa y mantel con el señor Jobs. Me imagino que mis lectores tampoco. Así que lo que sabemos de él es a través de los medios. Si lo que la prensa ha dicho sobre Steve es cierto (y uso el condicional) me sorprende que alguien pueda amarlo. Veamos: a la edad de 23 años dejó embarazada a su novia, a la que abandonó; se negó a reconocer a su hija hasta muchos años después, tribunales de por medio; estafó a su amigo Stephen Wozniak al vender el juego Breakdown a Atari; odiaba el cristianismo y quizás por ello eligió la fruta del pecado original como símbolo de su empresa; explotó a sus empleados en China en condiciones infrahumanas y recomendó al presidente americano Barack Obama eliminar todo tipo de ayudas públicas para los trabajadores y el medio ambiente… ¡Y eso que él mismo provenía de una familia pobre!

Jobs canceló todos los programas caritativos de una Apple en números rojos, argumentado que la empresa debía volver a ser rentable. Y no sólo la salvó de la ruina sino que la hizo superpróspera, con más de 70 mil millones de dólares en caja. Pero a pesar de ello nunca más hubo un solo centavo para la filantropía. Cuando Jobs murió atesoraba una fortuna personal estimada en 8.300 millones de dólares. Para hacernos una idea de cuánto dinero es esto, baste decir que en 2011 había 75 países del mundo con un Producto Interior Bruto (PIB) inferior a su patrimonio. Jobs solo tenía más dinero que los 23 estados con el PIB más bajo del mundo juntos. Un hombre con más dinero que 23 naciones juntas pero que no donaba nada a obras de caridad, que se sepa. Escalofriante. Y eso que era budista y se supone que el budismo enseña que no hay que tener apego por los bienes materiales.

Pues bien, a este señor es al que idolatran millones de personas en todo el mundo como si de un nuevo Cristo se tratase. Su retrato aparece por doquier: libros, revistas, entrevistas, programas de televisión, reportajes, camisetas… ¡y, cómo no, ahora llega la película! Es un ídolo de masas. ¿Pero quién fue realmente Steve Jobs? ¿Un genio o un psicópata? ¿Un revolucionario o un monstruo? ¿Una mente preclara o un narcisista? Yo no me atrevo a juzgarlo porque realmente no lo conocí en persona, pero lo que ha trascendido de su faceta humana pone los pelos de punta. Ojalá que lo que la prensa dice de él sea mentira. O si es verdad, ojalá que se haya arrepentido de corazón aunque fuese en el último segundo en su lecho de muerte. Steve Jobs dijo una vez que no estaba interesado en ser el más rico del cementerio. Quien sabe si ahora mismo puede que sea el más rico del infierno.

Neoliberalismo económico: una doctrina satánica.

«¿Qué es el neoliberalismo? El neoliberalismo es cuando un lobo hambriento se acerca a un rebaño de ovejas y le pide al pastor que se ponga a un lado, que no intervenga, porque así se resuelven las cosas de manera mucho más eficiente» (Josué Ferrer).

Cada día estoy más convencido de que el llamado neoliberalismo es una doctrina de corte satánico. Y cuando hablo de liberalismo no me refiero a una política que favorece la iniciativa privada, la libertad económica o el comercio. Todas esas cosas son muy buenas y deseables ya que generan riqueza en una sociedad. Yo a lo que me refiero es a esa ideología que predomina en nuestros días y que exige a los estados que no intervengan o que miren a otro lado mientras los poderosos hacen y deshacen a su antojo en nombre del mercado y sin que les pueda controlar absolutamente nadie.

Todos sabemos que en una sociedad hay fuertes y hay débiles, hay ricos y hay pobres, hay empresarios y hay trabajadores. Siempre ha sido así y siempre lo será. Que se le exija al Estado que no intervenga, que no proteja a la parte débil de los abusos de la fuerte, todo en pro de un supuesta libertad mercantil, es tanto como si el lobo que ronda hambriento a una oveja le pide al pastor que no intervenga cuando se acerque a ella. Todos sabemos de sobra qué ocurrirá si el pastor incurre en una dejación de funciones. Hasta hoy, nunca una oveja se comió un lobo.

A los gurús del liberalismo no les basta con ser archimillonarios. A ellos lo que les da morbo, lo que se la pone dura, es la idea de oprimir al pobre. No les basta con tener un yate, una mansión o un helicóptero privado. No. Ellos no van a parar hasta poder robarle al mendigo el mendrugo de pan que tiene en la boca. ¿Cómo si no se explica que multinacionales que podrían pagar buenos sueldos contraten a esclavos en el Tercer Mundo? ¿O que haya supuestos cristianos que aboguen por la privatización de la sanidad y la educación y el recorte de los derechos sociales de la gente?

Las sectas luciferinas, ésas que hacen orgías a la luz de la luna, son todas de la alta sociedad. No es de extrañar que sea este tipo de gente la que haya empujado al mundo a una crisis económica sin precedentes. La crisis ha sido motivada por valores satánicos como la avaricia, la codicia, el egoísmo o la injusticia. Es la gente que habla de «el mercado» con la misma veneración con la que los idólatras en tiempo de Moisés adoraban al becerro de oro. Hasta las iglesias se han visto contaminadas con la teología de la prosperidad. Necios; no os podréis llevar un solo euro al otro mundo.

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