El más rico del infierno.

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Hace apenas dos años -en 2011- nos dejaba Steve Jobs, el genio que revolucionó la informática. Desde entonces su popularidad no ha hecho más que crecer sin medida. El fundador de Apple, Pixmar y Next arrastró toda una vida de enfermedades y problemas de salud y al parecer su muerte prematura, a la edad de 56 años, lo ha convertido en una especie de mártir. Fue creador del Macintosh, del IPod, del IPad, del IPhone, del ITunes y de un infinito etcétera pero no voy a entrar a valorar ahora la brillantez de sus  inventos, de sobra conocidos por todo el mundo, muy especialmente por esa legión de adoradores que tiene este señor -los applemaniacos- quienes pese a ser tan sofisticados y estar a la última con tipo de artilugios y cachivaches varios, adolecen a veces de un fanatismo que recuerda a los aficionados más ultras de un equipo de fútbol o lo que es peor aún, a una secta.

No he tenido la oportunidad de compartir mesa y mantel con el señor Jobs. Me imagino que mis lectores tampoco. Así que lo que sabemos de él es a través de los medios. Si lo que la prensa ha dicho sobre Steve es cierto (y uso el condicional) me sorprende que alguien pueda amarlo. Veamos: a la edad de 23 años dejó embarazada a su novia, a la que abandonó; se negó a reconocer a su hija hasta muchos años después, tribunales de por medio; estafó a su amigo Stephen Wozniak al vender el juego Breakdown a Atari; odiaba el cristianismo y quizás por ello eligió la fruta del pecado original como símbolo de su empresa; explotó a sus empleados en China en condiciones infrahumanas y recomendó al presidente americano Barack Obama eliminar todo tipo de ayudas públicas para los trabajadores y el medio ambiente… ¡Y eso que él mismo provenía de una familia pobre!

Jobs canceló todos los programas caritativos de una Apple en números rojos, argumentado que la empresa debía volver a ser rentable. Y no sólo la salvó de la ruina sino que la hizo superpróspera, con más de 70 mil millones de dólares en caja. Pero a pesar de ello nunca más hubo un solo centavo para la filantropía. Cuando Jobs murió atesoraba una fortuna personal estimada en 8.300 millones de dólares. Para hacernos una idea de cuánto dinero es esto, baste decir que en 2011 había 75 países del mundo con un Producto Interior Bruto (PIB) inferior a su patrimonio. Jobs solo tenía más dinero que los 23 estados con el PIB más bajo del mundo juntos. Un hombre con más dinero que 23 naciones juntas pero que no donaba nada a obras de caridad, que se sepa. Escalofriante. Y eso que era budista y se supone que el budismo enseña que no hay que tener apego por los bienes materiales.

Pues bien, a este señor es al que idolatran millones de personas en todo el mundo como si de un nuevo Cristo se tratase. Su retrato aparece por doquier: libros, revistas, entrevistas, programas de televisión, reportajes, camisetas… ¡y, cómo no, ahora llega la película! Es un ídolo de masas. ¿Pero quién fue realmente Steve Jobs? ¿Un genio o un psicópata? ¿Un revolucionario o un monstruo? ¿Una mente preclara o un narcisista? Yo no me atrevo a juzgarlo porque realmente no lo conocí en persona, pero lo que ha trascendido de su faceta humana pone los pelos de punta. Ojalá que lo que la prensa dice de él sea mentira. O si es verdad, ojalá que se haya arrepentido de corazón aunque fuese en el último segundo en su lecho de muerte. Steve Jobs dijo una vez que no estaba interesado en ser el más rico del cementerio. Quien sabe si ahora mismo puede que sea el más rico del infierno.

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