Falacia atea: Los grandes científicos son ateos.

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«Aunque no soy creyente, no hay conflicto entre el Dios creador y lo que hemos descubierto del Universo, es perfectamente posible tener creencias religiosas y ser a la vez científico». Peter Higgs (Premio Nobel de Física de 2013).

A veces los escépticos te dicen que la ciencia y el cristianismo son incompatibles, pero lo cierto es que si no fuera por los cristianos no existiría ni la mitad de inventos y avances de los que disfrutamos en la actualidad. Veamos una pequeña lista de grandes científicos creyentes de las últimas centurias. En el Renacimiento (siglos XV y XVI), pese a ser un fenómeno esencialmente humanista y artístico, surgieron talentos como Leonardo da Vinci (padre precursor del helicóptero, el carro de combate, el submarino y el automóvil) o Nicolás Copérnico (Teoría del Heliocentrismo). Y del siglo XVII eran por ejemplo Galileo Galilei (padre de la astronomía moderna), Blaise Pascal  (autor del Principio, el Triángulo, el Teorema y la Apuesta que llevan su nombre) y Johannes Kepler (quien formuló leyes sobre el movimiento de los planetas sobre su órbita alrededor del Sol), entre otros.

En los siglos XVIII y XIX se dio la Ilustración y la Revolución Industrial. Algunos creyentes científicos fueron Isaac Newton (Ley de la Gravitación Universal), Robert Boyle (Ley de Boyle), Gottfried Wilhelm Leibniz (cálculo infinitesimal y sistema binario), Carl von Linné (padre de la taxonomia moderna), Leonhard Euler (Número e Identidad de Euler y la Característica de Euler), Charles Coulomb (Ley de Coulomb), James Watt (máquina de vapor), Alexander Graham Bell (teléfono), Alessandro Volta (corriente eléctrica continua y pila eléctrica), André Marie Ampère (telégrafo eléctrico y el electroimán), Michael Faraday (padre del electromagnetismo y de la electroquímica), Samuel Morse (telégrafo Morse y Código Morse), James Clerk Maxwell (Teoría Electromagnética y Teoría Cinética de Gases), Gregor Mendel (Leyes de Mendel).

Del siglo XX podemos destacar a William Thomson (Lord Kelvin) (padre de la escala de temperatura Kelvin), Louis Pasteur (pasteurización), Nikola Tesla (motor de corriente alterna entre otros muchísimos inventos), Guglielmo Marconi (radiotelegrafía sin hilos), Alexander Fleming (penicilina), Max Planck (padre de la física cuántica y de la Constante de Planck), Arthur Stanley Eddington (Límite de Eddington), Niels Bohr (padre del Modelo Atómico Bohr), Erwin Schrödinger (Ecuación y el Modelo Atómico de Schrödinger y Efecto Tunel), Werner Karl Heisenberg (Principio de Indeterminación de Heisenberg y Teoría de Matrices), Georges Lemaître (Teoría del Big Bang), John von Neumann (Teoría de Juegos), Wolfgang E. Pauli (Principio de Exclusión), Howard Hathaway (cerebro electrónico), etcétera.

En la actualidad los ateos aseguran que todo esto es cosa del pasado, que el 90% de los grandes científicos de hoy día no cree en Dios aunque no publican sus nombres ni sus descubrimientos para probar cómo de grandes son. Deshagamos este mito citando unos cuantos cristianos vivos a principios de este siglo XXI: Arno Allan Penzias (radiación cósmica de fondo de microondas), William D. Philips (refrigeración mediante láser), Francis Collins (director del Proyecto Genoma Humano), Donald E. Kuth (análisis de algoritmos), Charles Hard Townes (estudio del láser y máser), Richard E. Smalley (fullerenos), etc. La lista de científicos creyentes de ayer, hoy y siempre podría ser mucho mayor pero baste con esta pequeña muestra. Y eso que hemos excluido a literatos, filósofos, humanistas, artistas, músicos, cineastas y otros intelectuales cristianos de gran talento.

 

FUENTE: Por qué dejé de ser ateo de Josué Ferrer.

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Fascista: esa palabra mágica.

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En estos tiempos de relativismo moral, podredumbre espiritual y mediocridad intelectual en que vivimos se da una curiosa circunstancia: los debates ya no existen. O cada vez lo hacen menos. Ahora se da por sentado que hay determinados temas tabú, determinados dogmas de la fe buenista y políticamente correcta que simplemente son incuestionables. Y si alguien osa cuestionarlos con argumentos, ya no se le responde con otros argumentos contrarios como antaño sino con insultos. Son los frutos amargos de la postmodernidad. Voy a tratar de representarlo de una forma muy gráfica para que se entienda mejor:

¿Cómo se debatía antes?

Persona 1: Yo pienso blanco.

Persona 2: ¡Ah no! ¡Yo pienso negro por esto y por aquello!

Persona 1: De acuerdo, pero también debe tener en cuenta este motivo y aquel otro.

Persona 2: Sí, pero si se fija bien usted…

¿Cómo se debate hoy?

Persona 1: Yo pienso blanco.

Persona 2: Eres un… (coloque aquí el insulto que usted prefiera. Generalmente, la palabra fascista).

Fin del debate.

Veamos algunos ejemplos:

Ejemplo A:

Persona 1: Valenciano y catalán son dos lenguas distintas.

Persona 2: Anticientífico, fascista.

Fin del debate.

Ejemplo B:

Persona 1: La unión de dos personas del mismo sexo no es un auténtico matrimonio.

Persona 2: Homófobo, fascista.

Fin del debate.

Ejemplo C:

Persona 1: Los inmigrantes ilegales deben ser expulsados del país.

Persona 2: Racista, xenófobo.

Fin del debate.

Ejemplo D:

Persona 1: Israel tiene derecho a existir y a defenderse.

Persona 2: Sionista, nazi.

Fin del debate.

Fijémonos como antes a un argumento se le respondía con otro argumento. Ahora, se le responde con un adjetivo calificativo. Generalmente, el término más usado es «fascista». Vale lo mismo para un roto que para un descosido; no importa el tema de debate. Tanto se abusa de esta palabra que ha perdido su significado original y hoy fascista viene a significar algo así como «todo aquel que piense distinto a mí o no me dé la razón». De tanto llamar fascista a todo el mundo, ya nadie acabará prestando atención a este término de tal suerte que puede que llegue el día en que el fascismo auténtico vuelva al poder, haya quien lo avise y nadie le crea.