¿Es Pedro la roca sobre la que se edifica la Iglesia?

“13Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo:

—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?

14 Ellos dijeron:

—Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.

15 Él les preguntó:

—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

16 Respondiendo Simón Pedro, dijo:

—Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

17 Entonces le respondió Jesús:

—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18 Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no la dominarán. 19 Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos. 20 Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijeran que él era Jesús, el Cristo. 21Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho a manos de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día. 22 Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirlo, diciendo:

—Señor, ten compasión de ti mismo. ¡En ninguna manera esto te acontezca!

23 Pero él, volviéndose, dijo a Pedro:

—¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mateo 16:13-23).

*    *    *

A partir de este pasaje del Evangelio de Mateo, el Vaticano sostiene que Cristo es el fundador de la Iglesia Católica, que edifica sobre Pedro, que sería el primer Papa de la historia. El catolicismo romano considera que su Iglesia es la única válida, la única instaurada por Jesucristo, que fuera de ella no existe la salvación y que es un hecho lastimoso que los hermanos separados (léase, los cristianos evangélicos) no reconozcan un hecho tan palmario y notorio como que la Iglesia se edifica sobre la figura de Pedro (y claro, por añadidura sobre sus sucesores de Roma).

¿Pero es esto así realmente? Los católicos argumentan que Jesús cambia el nombre de su discípulo Simón bar  Jonah en Cefas o Pedro, pero actúa igual en todos los cambios onomásticos registrados en la Biblia (Abram-Abraham, Saray-Sara, Jacob-Israel, Oseas-Josué (que es lo mismo que Jesús dicho sea de paso), etc. Esa mutación implica una nueva realidad, una nueva función. Simón bar Jonah se convertirá en aquel que primero manifestará al mundo quién es la piedra angular del Templo de Dios (lo cual no significa que él sea la roca o piedra).

Debemos aclarar que Petros (Pedro en griego) no es lo mismo que Petra (piedra, roca en griego). Sin embargo, Pedro fue un apóstol muy importante. Recibió de Jesús el ministerio de las llaves del Reino, es decir, la facultad de abrir el Evangelio tanto a judíos como a gentiles, como leemos en Hechos, donde es Pedro quien predica a los judíos en Pentecostés y días sucesivos, y es también él quien recibe la comisión de visitar y bautizar al gentil Cornelio con su familia. Pero tampoco esto lo convierte en la piedra sobre la que se asienta la iglesia de Cristo.

¿Por qué Pedro no es la roca? Si Pedro fuera la piedra sobre la que se asienta la Iglesia, entonces poca estabilidad tendría.  Tengamos en cuenta que sólo un poco más tarde (versículo 23) Jesús llama a Pedro “Satanás” y “tropiezo” porque no ponía su mira en las cosas de Dios sino en las de los hombres. ¿Sería el cimiento de la Iglesia un hombre pecador como cualquier otro y que negó a Cristo por tres veces? Deuteronomio 32:4 profetiza: «Él es la Roca, cuya obra es perfecta». ¿Se refiere a Pedro? Parece que no porque desde luego su obra distaba mucho de ser perfecta.

Si Pedro hubiera sido la roca sobre la que  edificar la Iglesia, llama la atención que tan importante acontecimiento no sea nombrado por Marcos (8:27-30) y Lucas (9:18-20) . Ningún Evangelio sinóptico afirma que la piedra, la roca o el fundamento sobre el que se edifica la Iglesia sea Pedro. Tampoco Juan lo afirma. Ni Pablo. Ni Judas.  Es más; fijémonos en que Jesús no dice “Tú eres Pedro y sobre ti edificaré mi iglesia” (como interpretan los católicos) sino “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi iglesia”. La cuestión entonces es ¿quién o qué es esta roca?

No es otra que la confesión que Pedro hace en el versículo 16: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Esta confesión -que Jesús es Dios- es la piedra angular, la roca, sobre la que se sostiene la Iglesia. Pablo lo confirma en 1 Corintios 15:14: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe”. Es decir, todo el peso, toda la esencia del cristianismo pasa por creer que Jesús es Dios. Si Jesús no resucitó, entonces no era Dios y por lo tanto el cristianismo sólo sería una farsa y los creyentes estaríamos engañados por una mentira.

Dice Pablo: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él; arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias. Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a elementos del mundo, y no según Cristo” (Colosenses 2:6-8). Es llamativo como el apostol Pablo llama a los creyentes -es decir, a la Iglesia- a estar sobreedificados en Jesucristo. En ningún momento menciona nada sobre Pedro.

El fundamento sobre el que plantaba Pablo era Jesucristo, no Pedro, o dicho de otro modo, el fundamento era colocado cuando Cristo era predicado, por eso convenía anunciarlo en cuantos lugares resultara posible: “…con potencia de señales y prodigios, en el poder del Espíritu de Dios; de manera que desde Jerusalén y por los alrededores hasta Ilírico, todo lo he llenado del evangelio de Cristo. Y de esta manera me esforcé en predicar el evangelio, no donde Cristo ya hubiera sido anunciado, para no edificar sobre fundamento ajeno…” (Romanos 15:19-20).

En Efesios 2:9-22 dice Pablo: “Por eso, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. En él todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu”. Otra vez se repite la misma idea: la piedra angular es Cristo -no Pedro- y sobre ella somos edificados los creyentes, esto es, la iglesia.

Y añade: «Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo, como perito arquitecto, puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Corintios 3:10-11). Dice la Iglesia Católica Romana que «el Señor hizo a Pedro, y solamente a él, la piedra de su Iglesia» (Catecismo 881). Pero dice el Señor que el fundamento de su Iglesia es Jesucristo y que nadie puede cambiarlo (1 Corintios 3:11). ¿A quién haremos más caso entonces? ¿A Dios? ¿O a Roma?

¿Quién es la roca entonces? Sólo hay una persona que califica para suministrar el fundamento sólido al bendito edificio, el cual permanecerá aún ante las Puertas del Hades: Jesús el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Su divinidad es la roca sólida, el fundamento inconmovible sobre el cual descansa la Iglesia. No Pedro, un gran apóstol pero pecador al fin como todos los hombres. Los escritos apostólicos, dirigidos a las comunidades de Roma, Efeso, Colosas y Corinto, no dejan la menor duda de que la Iglesia primitiva  se encuentra edificada sobre Jesús y sobre nadie más.

Finalmente y por si no quedase claro, Pablo nos desvela el misterio de quién es la famosa roca: “No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y todos pasaron el mar; que todos, en unión con Moisés, fueron bautizados en la nube y en el mar, todos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía. Esa roca era Cristo” (1 Corintios 10:1-4). Así pues, la piedra o la roca sobre el que se edifica la Iglesia es la de la divinidad del Señor Jesús.

FUENTE: Biblia Reina-Valera 1995.

Lo confieso: soy culpable.

Una de las cosas que hace diferente a la Palabra de Dios de otros libros llamados sagrados es que en la Biblia no se esconden las debilidades y flaquezas humanas de sus personajes. Incluso los más devotos creyentes aparecen retratados con el estigma del pecado, lo cual les hace, naturalmente, mucho más creíbles y humanos.

Cuando leo la Santa Biblia me siento identificado con muchos de sus personajes, aunque no siempre sea para bien. Me siento muy cercano a Pablo porque, como él, pasé de perseguir a Cristo a seguirle y amarle. También a Tomás, quien tenía una fe tan pequeña, que en ocasiones necesitaba ver para creer.

Admiro mucho a Mateo, quien escribió, para mi gusto personal, el más completo y apasionante de los cuatro Evangelios. Admiro su obra y el día que vaya al Cielo pienso pedirle un autógrafo. También me siento bastante próximo al apóstol Pedro, que era un cobarde pero que al mismo tiempo amaba grandemente a Jesús.

Me siento cercano a Jonás, quien era duro de corazón. Y a Jeremías, un aguafiestas que anunciaba verdades horribles que nadie quería oir. También al publicano, que imploraba a Dios que le perdonara por sus pecados. No me gustaría parecerme al fariseo que se creía mejor que los demás o a Judas Iscariote.

¿Qué podemos aprender de los personajes  bíblicos? Que Dios no busca superhéroes, sino personas normales y corrientes que, incluso con sus defectos y miserias, estén dispuestos a seguirle, a arrepentirse de sus pecados y dar un giro de 180 grados en sus vidas para caminar por el camino recto que nos marca el Señor.

En estos días de Pascua, en que rememoramos que Jesús murió en la cruz para salvarnos de nuestros pecados, no me queda más remedio que pedir perdón a Dios. Porque soy pecador, y porque mis rebeliones son los clavos que atravesaron sus manos  y pies, y la lanza que hirió su costado. ¡Perdóname, Señor mío y Dios mío!

¿Cómo deben ser el marido y la mujer en el matrimonio cristiano?

«Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas» (Colosenses 3:18-19).

¿Cómo debe ser la esposa en el matrimonio? Dice la Palabra de Dios: «Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo». De este pasaje extraemos que la mujer debe ser sumisa y obediente a su marido. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la esposa deba ser una esclava o un cero a la izquierda que no cuenta para nada. Ni tampoco que el marido deba ser un dictador. De hecho, la propia Biblia establece que el hombre y la mujer son iguales ante Dios (Gálatas 3:28). Esta sumisión se entiende más bien en el sentido de que la mujer debe respetar la autoridad del esposo como cabeza de familia que es. Otros pasajes de la Biblia insisten en que la mujer debe respetar al marido (Efesios 5:33) y estar sujeta a él (Colosenses 3:18).

Por su parte, Pedro insta a la mujer estar sujeta a su marido, ser casta y respetuosa y no tener una imagen externa con peinados ostentosos, adornos de oro o vestidos lujosos, sino un espíritu afable y apacible (1 Pedro 3:1-4). Tan importante es la mujer que desde el principio vio Dios que no era bueno que el hombre estuviera solo, por eso le hizo una ayuda idónea (Génesis 2:18). Incluso el sabio Salomón reconoce la vital importancia de tener una buena esposa en tres pasajes absolutamente impagables. El primero dice así: «La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba» (Proverbios 14:1). El segundo reza: «Mujer virtuosa ¿quién la hallará? Porque su valor sobrepasa largamente al de las piedras preciosas. El corazón de su marido confía en ella y no carecerá de ganancias» (Proverbios 31:10). Y el tercero advierte: «Engañosa es la gracia y vana es la hermosura; la mujer que tema a Jehová, esa será alabada» (Proverbios  31:30).

Pero es que ¿acaso Dios es machista? No. De hecho, pone al marido unas obligaciones mucho mayores que a la esposa. Al hombre se le ordena amar a su mujer y no ser áspero con ella (Colosenses 3:19), tratarla como a vaso frágil, es decir, con delicadeza (1 Pedro 3:7), amar a su esposa como a su propio cuerpo (Efesios 5:28), dejar a su  padre y a su madre para unirse a su mujer y formar con ella una sola carne (Efesios 5:31), amar a la mujer como a sí mismo (Efesios 5:33) y lo que es aún más fuerte: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella» (Efesios 5:25). Fíjate bien lo que dice… amar a la esposa «como Cristo amó a la iglesia». ¿Qué quiere decir esto? Que un marido debe amar a su esposa hasta el punto de llegar a dar la vida por ella, si esto fuera necesario, pues eso mismo es lo que Cristo hizo por nosotros. La mujer no tiene la obligación de morir por su esposo. En cambio, el hombre sí la tiene.

¿Y qué hay del sexo? El apóstol Pablo es claro al respecto: «Acerca de lo que me habéis preguntado por escrito, digo: Bueno le sería al hombre no tocar mujer. Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su propia mujer, y tenga cada una su propio marido. El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente  Satanás a causa de vuestra incontinencia» (Corintios 7:1-5). Así pues, para huir  de las fornicaciones (sexo fuera del matrimonio), Pablo aconseja al hombre y la mujer casarse, tener relaciones frecuentemente para evitar tentaciones y no negar el sexo el uno al otro.