La Confederación Helvética es una patria singular. Con cuatro lenguas oficiales (romanche, italiano, francés y suizo-alemán) y pocas cosas en común, los suizos apelan a la «nación-voluntad» como razón de existir; un país formado por la propia voluntad de sus habitantes, o sea, desde abajo, y no un estado impuesto desde arriba.
Los suizos son muy cerrados. El aislamiento geográfico les hace desconfiar de un mundo exterior en permanente conflicto. Su política de neutralidad les ha permitido ser un oasis de paz incluso en medio de Guerras Mundiales y preservar su libertad y soberanía sin necesidad de tener un ejército profesional o de pegar un solo tiro.
Los helvéticos son una nación feliz que disfruta una vida apacible en medio de sus nevados valles. Como paraíso fiscal que es, Suiza presume de una economía extraordinariamente próspera. Cuenta con la banca y las compañías de seguros más poderosas del mundo, un excelente sistema educativo y un altísimo nivel de vida.
Pese a limitarse a un tamaño reducido como el de Extremadura, Suiza es una potencia cultural. Puede presumir de tener más de 20 Nobel y personajes ilustres como Jean-Jacques Rousseau, Leonhard Euler, Louis Aggasiz, Auguste Piccard, Jacques Piccard, Hermann Hesse o Roger Federer, entre muchos otros.
Suiza es una democracia directa. Allí, el pueblo tiene la última palabra y acepta o tumba leyes vía referéndum. Y el gobierno es un consejo de siete representantes de distintos partidos con una presidencia que rota anualmente, lo que impide a un político aferrarse al poder y explica el ínfimo nivel de corrupción en el país.
Para muchos, Suiza sólo responde a esa visión folclórica de quesos de gruyere, chocolate y relojes de cuco. Lo cierto es que es la única democracia auténtica en el globo. Allí es el gobierno el que obedece al pueblo soberano y no al revés como ocurre en el resto de Occidente. Suiza es, posiblemente, el mejor país del mundo.
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