De la (verdadera) riqueza.

Uno de los alumnos del gran pensador Sócrates fue Anístenes, quien fundó la escuela filosófica de los cínicos. Ellos creían que la verdadera felicidad no depende de cosas externas como el lujo, el poder político o incluso la salud. Más o menos venían a pensar eso de que no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita. Hay una anécdota sobre Diógenes de Sínope, quien fue el más famoso de todos los cínicos. Vivía dentro de un tonel y según decían no tenía más posesiones materiales que una capa, un bastón y una bolsa de pan. Una vez, tomando el sol delante de un tonel, recibió la visita inesperada del emperador Alejandro Magno quien le dijo que si deseaba algo él se lo concedería. Diógenes respondió: «Quiero que te apartes pues me estás tapando el sol». El sabio le demostró así que él era más rico y más feliz que el emperador con todo su poder. El emperador de Macedonia se quedó impresionado: «Si no fuera Alejandro Magno, me gustaría ser Diógenes» dijo él.

En otra ocasión cuentan que Diógenes caminaba por toda Atenas a plena luz del mediodía con una lámpara encendida pues buscaba un hombre honesto y decía que encontraba ninguno. Considero a Diógenes uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos, aunque nunca escribiera ningún libro y apostara por una sabiduría práctica como Sócrates. Me gustan esos filósofos que como Sócrates, Luis Vives o Diógenes son capaces de acercar algo en principio tan lejano y abstracto como la filosofía a las pequeñas cosas caseras del día a día. Me gustan esos seres capaces de dar una lección de humildad incluso a los más poderosos. Me gustan las personas que piensan que la auténtica riqueza es la del corazón y no se dejan deslumbrar por la fiebre del oro. Decía mi profesor de Literatura, Miguel Herráez, que lo único verdaderamente importante en la vida, lo único que cuenta de verdad es ser feliz. Las cosas importantes de la vida no se compran con dinero. Diógenes sabía eso.

Promiscuidad.

Si me preguntan por la promiscuidad diré que no pienso que sea buena. Al menos, no a la larga. Puede tener algún efecto positivo para revitalizar puntualmente la vida sexual de un matrimonio que haya caído en el abismo de la monotonía. En ese aspecto prácticas sexuales como las de hacer un trío, un intercambio de parejas o una orgía pueden llegar a ser muy excitantes, pero también pienso que todo lo que se gana en cuanto a instinto se pierde en cuanto a emociones. Sentimentalmente una pareja que de verdad pretenda ser estable debe verse francamente menoscabada por esto. Cuando entregas voluntariamente a la persona a la que amas a otro individuo es que ya no la amas, es que simplemente la contemplas como unos genitales o como una relación amistoso-sexual, pero no sientes amor por ella.

Además, la vida sexual de una mujer, lejos de mejorar, puede acabar convirtiéndose en insatisfactoria a la larga. Hay que tener en cuenta que en la sexualidad femenina desempeña un papel importante la imaginación, la fantasía, las emociones, los sentimientos… En la medida en que una mujer pasa de mano en mano, salta de cama en cama, el vínculo emocional que tenía con su pareja acaba por desaparecer y eso es peligroso porque complacer totalmente a una mujer en el sexo, conseguir que ella tenga un orgasmo renunciando a la inmensa ayuda que suponen todas esas emociones, resulta muy complicado. Prácticamente imposible. La promiscuidad, como todo en la vida, tiene sus ventajas y sus inconvenientes claro, pero en este caso pienso que se paga un precio muy alto. Yo no lo haría.

Eso que se dice sobre que las personas son infieles por naturaleza es, en mi opinión, una mentecatez. Bastantes animales tienden a aparejarse. La gente tiende a aparejarse. Incluso lo orgiástico acaba siempre en parejas, porque la pareja te permite gozar de una intimidad y de una magia que en ningún caso te la ofrece el grupo. Dudo mucho que la gente pueda ser feliz de verdad en una relación poligínica (como en los países musulmanes), poliándrica (como sucede aún en el Tíbet) o bien de ese insólito tipo de unión que prácticamente no se da y que consiste en varios hombres y varias mujeres casados todos juntos en un matrimonio múltiple. En mi opinión, de poco sirve acostarte cada noche con una persona diferente si al día siguiente te sientes vacío por dentro y te encuentras solo.

Cosas que aprendí de las mujeres.

Yo crecí rodeado de mujeres. Durante mi infancia sólo había mujeres en casa. El único varón de la familia -mi padre- siempre estaba trabajando el pobre hombre para mantenernos a todos, así es que no lo veía (casi) nunca. Cuando creces rodeado de mujeres aprendes una serie de valores positivos; aprendes a ser generoso, a compartir, a escuchar, a ayudarse, a estar unidos, hoy por ti mañana por mí, aprendes que las féminas son seres especiales y que deben ser tratados como tales, aprendes que hay veces en que una mirada o un gesto dicen más que mil palabras, que una persona sin decirte nada puede estar diciéndote mucho, aprendes que es bueno abrazar a alguien cuando se encuentra triste, obtienes una sensibilidad especial para ver lo invisible; es decir, todas esas cosas que no se pueden medir ni pesar ni palpar como el amor o la tristeza, pero que están ahí, aprendes a ser una mejor persona, a ensanchar el alma, a robustecer el corazón.

Hay un límite que lo tiene el hombre pero que no lo conoce la mujer y que es lo que la convierte en fascinante. Es el límite del arte. Me explico; un hombre puede ser un artista pues puede crear arte. Un hombre puede crear literatura, poesía, pintura, escultura, arquitectura, cine, música, tecnología… Un hombre puede crear belleza, puede crear arte, puede por lo tanto llegar a ser un artista. Pero lo que nunca arribará a ser es arte. Un hombre puede ser un artista pero nunca será arte.

Este límite, que es el que condiciona la esencia masculina, no lo conocen las mujeres. Ellas son arte puro, hermosura pura, arte en estado vivo y caminante. Porque una mujer aglutina un montón de valores positivos de la creación. Ella es belleza, es hermosura, es sensualidad, es glamour… La mujer encarna el amor, la mujer encarna la vida. Y eso es lo que sin duda hace que la mujer sea una criatura única, desconcertante y mágica tanto en lo bueno como en lo malo.

La mujer es una fuente de inspiración infinita. La cantidad de arte que el hombre ha plasmado inspirado en ella es enorme. Pensemos en la música; la cantidad de canciones cuyo título tiene nombre de mujer o cuya letra versa sobre mujeres es monumental. ¡La cantidad de pinturas y de esculturas que el hombre ha hecho a lo largo de la historia inspirándose en la belleza infinita de la mujer…! ¡La cantidad de escritores y de poetas que si lo llegaron a ser fue porque una mujer se cruzó en sus vidas! Se enamoraron, se desenamoraron, lo que sea… Pero un buen día una dama se cruzó en sus caminos y de repente descubrieron que tenían un talento para la poesía, adquirieron un don. Una canción, un lienzo, una escultura, un perfume, una flor, un poema… Todo eso y muchísimo más es una dama. Detrás de un gran hombre hay una gran mujer. A un gran creador siempre le inspira una gran musa.

Por cosas así, por observar a las mujeres, por escucharlas, por amarlas, es por lo que he aprendido de ellas que son arte, criaturas fascinantes, seres especiales que deben ser tratados como tales. Los varones deberíamos comportarnos con ellas mejor de lo que lo solemos hacer, pues a menudo las tratamos muy mal y las mujeres no se merecen eso. Y no hablo sólo de cosas extremadamente graves como infidelidades o violencia doméstica. Hablo de actitudes cotidianas que los hombres asumimos como naturales y que ni nos percatamos de que pueden resultar crueles o hirientes. Ira, desaire, menosprecio, indiferencia, desamor, burla… Cosas que se repiten día a día y que hieren de muerte el corazón. Y es que a menudo los hombres -por nuestra forma de ser- no llegamos a comprender cómo de especiales son. Uno de los mayores poderes que puede llegar a alcanzar una persona (por encima de la fama o el dinero) es el de hacer feliz. ¡Cuán maravilloso es tener en tus manos la facultad de hacer feliz a alguien y ejecutar dicho poder! Las mujeres nos dan la vida. Tratémoslas mejor, respetémoslas, hagámoslas felices… Es lo mínimo que podemos hacer a cambio.

Generación Linux.

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Hace días he hecho realidad uno de mis viejos sueños de adolescente: comprarme un ordenador portátil. Hasta la fecha había tenido tres ordenadores fijos pero nunca un portátil. Concretamente, uno de la japonesa Toshiba; para muchos la mejor firma del mercado en este tipo de máquinas.

Pero lo realmente importante es que me he pasado a Linux. Incluso a pesar de que me ofrecían la última versión de Microsoft (el Windows 7). Y lo he hecho por hartazgo. Estoy harto de virus, de programas que se cuelgan, ordenadores que se bloquean… Vamos, que me he cansado de Windows.

Para empezar con Linux no hay virus, troyanos, programas espía u otros archivos maliciosos (al menos, por el momento). Solamente por eso ya vale la pena pasarse a Linux. Pero es que además el Ubuntu va como la seda, es rápido como un tiro y un sistema operativo estable y fiable.

Estoy admirado por los programas libres. Solamente les encuentro ventajas… Al ser gratuitos no tienes que pagar licencia a una empresa privada y al ser de código abierto pueden ser modificados por el usuario (por ejemplo para traducir un programa a la lengua valenciana o adaptarlo a tu gusto).

Hay quien todavía desconfía de ellos, pero no hay motivo. Mozilla Firefox y Open Office ya se han popularizado muchísimo incluso entre los usuarios de Windows. Pero es que hay programas de todo tipo: de audio, vídeo, grabación de DVD, retoque fotográfico, de diseño, de internet… Hay de todo.

Linux es sencillo de usar y fiable. Ya viene predefinido en muchos miniportátiles. Y el día que la Generalitat Valenciana decida ahorrar costes y adaptar la administración y los centros docentes a Linux, vamos a tener la primera generación de jóvenes nacida y criada al calor de la programación libre.

Cómo acabar con la indisciplina en las aulas en 24 horas.

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Soy profesor de secundaria y no voy a descubrirles nada nuevo acerca del comportamiento insufrible de los alumnos y de la falta de respeto que padecemos los docentes.

Lo peor de todo es aguantar a padres que te amenazan porque has suspendido a su niño. O a aquellos que pasan olímpicamente de sus hijos. Yo mismo he comprobado con mis propios ojos cómo se le telefonea a padres para hablarles de por ejemplo que su hijo le ha puesto un ojo a la funerala a un compañero y éstos ni siquiera se molestan en acudir. En el último centro en que trabajé sólo teníamos un método fiable para que los progenitores viniesen a hablar con nosotros: quitarle el móvil al alumno y decirle que sólo lo recuperaría cuando viniese su madre a recogerlo. Solía venir en la misma mañana. Ya se sabe: el móvil es muy importante.

Ahora bien, acabar con la indisciplina en las aulas es fácil. Muy fácil. Verán, si cada vez que un muchacho se portara mal en clase un número determinado de veces (por ejemplo cinco) se pusiera una multa a sus padres (de por ejemplo cien euros) la indisciplina en las aulas se acababa en 24 horas.

Porque los docentes estamos para impartir lengua o matemáticas. No estamos, o al menos no deberíamos estar, para enseñarle a los estudiantes que no deben insultar al profesor, pegar al compañero, dormir en clase o saltar encima del pupitre como si fueran la mona Chita. Se supone que ese tipo de cosas debería venir enseñado de casa. Por lo tanto, si no es así… ¿por qué no sancionar a las familias? ¡Seguro que de este modo sí que les importaría y mucho lo que hicieran sus chavales en clase! ¡Toquemos el bolsillo a los padres y verá que cambio de conducta tienen los hijos!

Dos hostias dadas a tiempo.

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Como todos los años, el comienzo del curso escolar ha venido acompañado de las escandalosas denuncias de indisciplina en las aulas, de las agresiones, humillaciones y faltas de respeto que a diario deben padecer los profesores a manos de unos adolescentes asilvestrados que han crecido sin que sus padres nunca les hayan dicho que no a nada.

¿Y cual es la respuesta del Estado? La negociación, el diálogo, la autoridad compartida. Jamás la disciplina. Hoy tenemos más departamentos de calidad que nunca; más teorías psicosociales y psicoevolutivas que nunca; más sociólogos, psicólogos, pedagogos, terapeutas y especialistas que nunca. ¿Y cual es el resultado? Que estamos peor que nunca.

En la época de la dictadura no había nada de esto y sin embargo, los alumnos iban más rectos que un soldado. ¿Por qué? Porque desgraciadamente, y remarco lo de desgraciadamente, la naturaleza humana es como es. Y para la naturaleza humana dos hostias bien dadas pesan más que todos los sociólogos del mundo. Así de triste pero así de real.

A los hechos me remito: que se ha pasado de “don Fernando” a “el hijoputa del profesor”. A esto nos ha llevado la podredumbre moral en la que vivimos instalados, ese relativismo que dice que todos somos iguales, que todo el mundo tiene derechos y nadie obligaciones. Así nos va.

Y que nadie se equivoque. Que ni abogo por la autocracia ni por la violencia. Para mí la peor de las democracias es preferible a la mejor de las dictaduras. Y además de los sopapos existen otros medios más civilizados para mantener a raya al personal. Sólo estoy diciendo que las cosas se han salido de madre, que hemos querido jugar a ser tan liberales, tan modernos y tan guays que la cosa ha devenido en anarquía.

Un país en que los niños dominan a los padres y los alumnos a los profesores es una sociedad enferma que está pidiendo a gritos que alguien con autoridad ponga orden.

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