Imagine por un momento que usted es funcionario de penitenciaría y que tiene que conseguir que los reclusos, tras haberse duchado, regresen dentro de su prisión. Imagine que ni usted ni el resto de carceleros lleva pistola ni porra y que es más; que ni tan siquiera puede acompañar suavemente con la mano a los prisioneros porque al más mínimo roce te sueltan: “No me toques que te denuncio”. Al final no quedaría más remedio que pedir por favor, o hasta suplicar al reo que obedeciera. ¿Verdad que una cárcel así sería un auténtico disparate? Pues en eso mismo se han convertido las aulas.
Desgraciadamente, hoy los menores de edad están sobreprotegidos (por la ley, por sus padres y por la sociedad). Poco puede hacer un profesor aparte de dar un chillido y pegar un puñetazo en la mesa. Si a un alumno le dices: “Te pongo un parte” te contesta: “Ponme dos”. Si le dices: “Vete de clase” se irá… si le da gana irse, claro. Siempre queda la amenaza de suspenderle pero a muchos chicos, que vienen a clase obligados por la ley, les da absolutamente igual la nota. Dicho de otro modo: al profesor se le ha restado la autoridad, no puede hacer nada y lo peor de todo: el alumno lo sabe.
Conozco casos de estudiantes que le preguntan a los profesores: “¿Para qué sirven los partes? ¿Cuántos hacen falta para que te expulsen? Es que a mí me han puesto más de 30 y no me ha pasado nada”. ¿Qué ocurriría si a un ciudadano le pusieran 30 multas y no pasara nada? ¿Que ni viniera la grúa ni le embargaran la nómina ni nada de nada? Seguramente, la población haría lo que le viniese en gana, y cuando un agente fuera a ponerles una multa por haber aparcado en doble fila, le responderían: “Anda majo, ponme dos”. Ésta es la educación que le estamos dando a nuestros hijos.
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