Bélgica nació en 1830 de la mano del rey Leopoldo I como un reino francófono y centralista en el corazón de Europa, como un estado tapón entre Francia y Prusia que además restara poder a los Países Bajos. Hoy es una monarquía federal oficialmente trilingüe -flamenco, francés, alemán- pero una confederación de facto.
Hay dos pueblos muy distintos: al norte Flandes, gente conservadora, germánica que habla flamenco y al sur Valonia, gente socialista, latina que habla francés y valón (y alemán, en la provincia de Lieja). La antaño rica Valonia discriminaba a su hermana pobre pero ahora los flamencos son los nuevos ricos y se quieren separar.
Bruselas es la tercera región de Bélgica, capital del estado y de la Unión Europea (UE) y un símbolo del Benelux. Es un enclave dentro de Flandes, oficialmente bilingüe pero casi totalmente francófono en realidad (antes flamencoparlante). Allí se habla también el bruselense, para muchos una lengua, para otros un dialecto.
Bélgica es un estado artificial creado de la noche a la mañana. Es lo más parecido que hay a un matrimonio mal avenido que busca el divorcio pero que sigue junto por los niños. Flandes pretende separarse y llevarse consigo Bruselas por razones históricas y geográficas pero ésta se siente más cerca de Valonia por causa del idioma.
Ambas naciones desconocen la lengua de su vecina, no existen partidos políticos que sean de ámbito belga, los diputados apenas logran ponerse de acuerdo para conformar un gobierno común y el número de matrimonios mixtos es del 1%. Solamente el catolicismo y la Corona, además de Bruselas, son el débil nexo de unión.
Las escuelas, la política, la literatura, la cultura, la economía, el paro, todo está separado por la frontera étnico-lingüística. Muchos belgas se sienten afortunados por tener una nación multicultural y otros ven a la nueva Checoslovaquia. Mientras tanto, en Bélgica se siguen entrecruzando dos mundos: el germánico y el latino.
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