¿Fraude fiscal o defensa propia?

Decía el escritor británico George Orwell que no le importaría dar la vida por su país pero que sin embargo le dolía pagar impuestos. Y eso que él vivió en un tiempo donde los tributos  no eran ni la mitad de gravosos de lo que lo son a día de hoy. Y es que una cosa es pagar los impuestos y otra muy distinta dejarse robar.

Seguramente no existirían paraísos fiscales de no ser porque existen los infiernos fiscales. Y España es uno de ellos. Precios, impuestos, tasas… Desde la entrada en vigor del euro lo único que no ha subido han sido los salarios. En la Edad Media los nobles cobraban el diezmo al pueblo. Ojalá que ahora sólo nos cobraran el 10%.

La voracidad recaudatoria de la administración es tan alta que ha llegado a límites auténticamente confiscatorios. Tenemos los impuestos de Suecia pero servicios españoles. Precios alemanes y sueldos africanos. Así no hay quien viva. Es un expolio, un latrocinio, una sangría… el abuso de un Estado depredador y rapaz.

La casta parasitaria crece a ritmo malthusiano. España tiene más coches oficiales que EEUU. El triple de ayuntamientos que Alemania. Entes decorativos como las diputaciones. No hay pan para tanto chorizo ni leche para tanto mamón. Es lógico que la gente defraude al Estado porque antes el Estado ha defraudado a la gente.

Ha llegado un momento en que evitar pagar el IVA más que fraude fiscal parece que sea defensa propia. No conozco ni a un solo autónomo que no engañe al fisco porque si declararan lo que realmente ganan, el bocado que les daría Hacienda sería tan descomunal que tendrían que echar el cierre a su negocio. Es así de triste.

Bajar sueldos y subir tributos es la receta perfecta para el desastre pero el Gobierno parece no darse cuenta. Señores políticos ¿quieren recaudar más? Es sencillo… Bajen los impuestos y así la gente consumirá más y defraudará menos. No hace falta ser un genio para verlo. Basta simplemente con tener dos ojos en la cara.

Unión Europea: la torre de Babel.

A partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el Viejo Continente hizo un esfuerzo para que alemanes y franceses nunca más fueran a la guerra. Nacía en 1951 la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), con seis miembros fundadores: Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Francia, Alemania e Italia.

Con los años el número de miembros creció y la CECA pasó a ser Comunidad Económica Europea (CEE) (1957) y después Unión Europea (UE) (1992). Hoy es un gran mercado con cuatro libertades de circulación: personas, bienes, servicios y capitales. Su talón de aquiles es la carencia de una política exterior y defensa común.

Hoy, con 27 estados miembros, 500 millones de habitantes y unas instituciones sólidas, la UE es una alianza fuerte y próspera, una comunidad de valores basada en la paz, libertad, democracia, el imperio de la ley, la tolerancia y la solidaridad. Es el espacio económico más grande del planeta y un gran crisol de lenguas y culturas.

Eso en teoría, porque para los euroescépticos la UE es una dictadura disfrazada donde la ciudadanía no cuenta, una suerte  de Cuarto Reich en el que Alemania quiere dominar a todos, una pesada y carísima maquinaria burocrática que nos ha traído una moneda única, la del euro, con la que vivimos mucho peor que antes.

Los europeístas, en cambio, ven con buenos ojos que los estados miembros cedan cada vez más soberanía a la Unión. Persiguen el sueño romántico de crear en el futuro una gran Confederación, una suerte de Estados Unidos de Europa que pueda competir con los de América y con China. Es el naciente nacionalismo europeo.

Sea como fuere, unos y otros coinciden en que la Unión es un reino de taifas. La UE tiene vocación de imperio pero recuerda más a un gigante con pies de barro. Parece una nueva torre de Babel donde sus constructores no se entienden. Y no sólo por el idioma sino sobre todo porque en el fondo no tienen demasiado en común.

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