Rapa Nui: el último confín de la Tierra.

Rapa Nui es una isla de gran belleza natural famosa por sus moáis y por la misteriosa etnia rapa nui, de lengua y cultura ancestrales. Está tan alejada del resto del mundo que antes de la llegada de colonos europeos, los nativos pensaban que era el único lugar del planeta y más allá, sólo existía un océano infinito.

En este apartado rincón del globo viven casi 4000 personas y la principal fuente de riqueza es el turismo. No obstante, los rapa nui abominan a los forasteros, especialmente los chilenos, que se quedan a vivir largo tiempo. La isla es pequeña y temen una presión migratoria que haga peligrar su cultura polinesia y estilo de vida.

Pascua pasó a ser parte de Chile en 1888, después de que la armada del vecino país comprase los territorios propiedad de residentes extranjeros. El gobierno chileno firmó con el representante de los nativos un tratado de anexión formal, en un episodio donde no primó la negociación sino la amenaza de una invasión militar.

En los últimos cincuenta años, los rapa nui o pascuenses realizaron recurrentes solicitudes de mejoras al gobierno de Santiago de Chile, demandas que fueron sistemáticamente ninguneadas. El desarrollo es una palabra desconocida en la isla, sobre todo en materia de educación, infraestructura, tecnología o recogida de basuras.

Rapa Nui dispone de un aeropuerto en el que pueden aterrizar grandes aeronaves y hasta transbordadores espaciales en caso de emergencia. Sin embargo, sólo se puede viajar a la isla a través del ejército chileno y Aerolíneas LAN. Ninguna otra empresa puede operar allí. Esta política discriminatoria es conocida como «cielos cerrados».

A raíz de la reiteración en las políticas de aislamiento, la casi totalidad de los habitantes de Pascua muestra su deseo de independizarse. Fruto de esta presión, en 2007 Chile concedió el estatus de territorio especial a la isla. Los rapa nui en absoluto se sienten chilenos y todo apunta a que llegará el día en que dejen de serlo.

Lo confieso: soy culpable.

Una de las cosas que hace diferente a la Palabra de Dios de otros libros llamados sagrados es que en la Biblia no se esconden las debilidades y flaquezas humanas de sus personajes. Incluso los más devotos creyentes aparecen retratados con el estigma del pecado, lo cual les hace, naturalmente, mucho más creíbles y humanos.

Cuando leo la Santa Biblia me siento identificado con muchos de sus personajes, aunque no siempre sea para bien. Me siento muy cercano a Pablo porque, como él, pasé de perseguir a Cristo a seguirle y amarle. También a Tomás, quien tenía una fe tan pequeña, que en ocasiones necesitaba ver para creer.

Admiro mucho a Mateo, quien escribió, para mi gusto personal, el más completo y apasionante de los cuatro Evangelios. Admiro su obra y el día que vaya al Cielo pienso pedirle un autógrafo. También me siento bastante próximo al apóstol Pedro, que era un cobarde pero que al mismo tiempo amaba grandemente a Jesús.

Me siento cercano a Jonás, quien era duro de corazón. Y a Jeremías, un aguafiestas que anunciaba verdades horribles que nadie quería oir. También al publicano, que imploraba a Dios que le perdonara por sus pecados. No me gustaría parecerme al fariseo que se creía mejor que los demás o a Judas Iscariote.

¿Qué podemos aprender de los personajes  bíblicos? Que Dios no busca superhéroes, sino personas normales y corrientes que, incluso con sus defectos y miserias, estén dispuestos a seguirle, a arrepentirse de sus pecados y dar un giro de 180 grados en sus vidas para caminar por el camino recto que nos marca el Señor.

En estos días de Pascua, en que rememoramos que Jesús murió en la cruz para salvarnos de nuestros pecados, no me queda más remedio que pedir perdón a Dios. Porque soy pecador, y porque mis rebeliones son los clavos que atravesaron sus manos  y pies, y la lanza que hirió su costado. ¡Perdóname, Señor mío y Dios mío!