Los gitanos invisibles.

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«Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones». La frase no es mía, sino del escritor Miguel de Cervantes y puede encontrarse en su novela La gitanilla. La mala fama de los gitanos viene de lejos y en gran parte se entiende, porque seamos sinceros: ¿A quién no le ha robado alguna vez un gitano? ¿Quién no conoce gitanos que venden drogas? ¿Quién no conoce a un gitano incapaz de sacarse el graduado pero que en cambio tiene un doctorado en conseguir ayudas sociales de Cáritas, Cruz Roja y el Ayuntamiento?  ¿Quién no conoce a una gitana que mendiga a la puerta del supermercado pero que nunca jamás aceptaría un empleo ni aunque le pusieras una pistola en el pecho?

Yo he crecido en un barrio donde hay gitanos y he tenido trato con ellos desde mi más tierna infancia. He de decir que durante mi niñez y juventud prácticamente todas mis experiencias con gitanos han sido negativas o muy negativas. Ladrones, camellos, maleducados, incívicos, irrespetuosos, racistas, vagos que ni estudian ni trabajan, parásitos que quieren vivir a costa de los demás… Así pensaba yo de ellos. Yo creía que los gitanos eran la peor escoria sobre la faz de la Tierra, después de los nazis. Pensaba que todos los gitanos eran malos. O que los buenos eran una minoría tan ultraminoritaria que no los veía por ningún lado. Aprendí a desconfiar, a alejarme para evitar problemas, a no querer saber nada de esta gente.

El problema con los gitanos es que a veces sólo vemos lo malo. Es como si sus cosas buenas fueran invisibles. Por ejemplo, en la escuela, los libros jamás te hablan de ellos -ni siquiera una línea- y eso que viven en nuestra tierra desde el siglo XV. Cuando un clan gitano sale en la prensa por vender drogas se remarca lo de «etnia gitana» pero cuando Zlatan Ibrahimovic mete un gol nunca dicen «el delantero gitano».  Nadie te explica que los futbolistas Telmo Zarra, Eric Cantonà o Hristo Stoichkov eran gitanos. O los pintores Antonio Solario, Otto Mueller o Tamás Péli. O el músico Janos Bihari. O el actor Charles Chaplin. O la matemática Sofia Kovalévskaya. O el Premio Nobel August Krogh.

Con el paso de los años me he ido encontrando en la vida con muchos gitanos invisibles. De ésos que pensaba en mi juventud que no existían. He visto barriadas gitanas donde lo más peligroso que hace la gente es leer la Biblia.  He conocido gitanos que han salido de prisión y han reformado sus vidas a través del Evangelio y que ahora se congregan en Iglesias Filadelfia. He conocido gitanos que guardan su turno en la fila, que no roban, que no causan escándalo, que no son racistas, gitanos buenos, amables, que tienen una gran formación cultural o que trabajan en el campo desde los 15 años, o vendiendo ropa en el mercadillo. Aprendamos a ver a los gitanos invisibles. No cerremos los ojos a la realidad de este singular pueblo.

Juan José Cortés: el nuevo Job.

«No es quererlo, es peor. Es mucho más fuerte. Si tuvieras hijos no haría falta decírtelo. No es joda cuando uno dice que es capaz de dar la vida por su hijo. Tenés miedo, no se puede controlar, tenés miedo a que le pase algo, querés estar siempre con él para cuidarlo… pero sabés que no puede ser. No es miedo a que se muera, es miedo a que le pase algo, a que sufra. No podés ni pensar en que se puede morir, te duele pensarlo, te da pánico porque sabés que si… eso llega a pasar… no vas a sufrir ni te va a doler… Te va a destruir. Vas a dejar de existir aunque sigas viviendo. Si se muere, te morís con él. Así de sencillo». Federico Luppi (actor), en Martín (hache).

Que un padre entierre a su hijo y no al revés es antinatural; atenta contra el ciclo mismo de la vida. Es lo más terrible que le puede ocurrir a una persona. Un castigo así  no lo deseo ni para el peor de los monstruos. Sin embargo, semejante desgracia la padeció en sus carnes el gitano Juan José Cortés, pastor evangélico. En 2008 desapareció su hija, Mari Luz, de tan sólo cinco años. Toda España se lanzó a las calles en su búsqueda. Tras dos largos y angustiosos meses, la niña apareció muerta. Por si fuera poco fue, muy posiblemente, abusada por un pederasta que vivía en el barrio. Lo más fuerte de todo es que se podría haber evitado porque una vergonzosa cadena de negligencias mantuvo en libertad al asesino.

Santiago del Valle García, que así se llama el monstruo -que por cierto es payo-, estaba libre desde el año 2006, aunque tenía dos condenas por abusos a menores y un largo currículum como pedófilo. Si hubiera estado en la cárcel nada habría pasado. Pero la falta de interés de los jueces y  policía hizo que estuviese en la calle. Ahora, Cortés recorre España entera en su lucha por legalizar la cadena perpetua para crímenes graves, pero los políticos sólo quieren aprovecharse de su imagen pública ya que no tienen la más mínima intención de reformar estas leyes  que siempre protegen al verdugo y no a la víctima. Cortés clama justicia pero nadie le escucha. Todo le sale mal. Es el colmo del infortunio. Es la guinda del pastel.

Juan José está desolado. No hay más que fijarse en su mirada, de una tristeza honda e infinita, para darse cuenta de que está roto. De esto uno no se recupera jamás en la vida. Pero lo realmente extraordinario es la paciencia y resignación con la que ha acusado el golpe. Jamás le hemos visto hablar en público de odio, de venganza. Jamás una mala palabra fuera de tono. Le han arrebatado lo que más quería pero acepta su calamidad con la santidad del mismísmo Job. ¿Por qué Dios nos someterá a veces a pruebas tan duras? Cuando alguien ve cómo ha encajado la brutal desgracia este pastor protestante se da cuenta de que esa naturaleza no es en absoluto humana sino la del Espíritu Santo que habita en él.

Tantas veces nos quejamos los payos ¡yo el primero, ojo! del comportamiento incívico de algunos gitanos, que sería injusto no quitarse el sombrero ante ellos cuando hacen las cosas bien. Cortés es un santo. El nuevo Job. Yo, sinceramente, no sé si podría sobrellevar una carga tan grande. Dios, a través de la Iglesia Evangélica, está haciendo una gran obra entre la población gitana; llevando por el camino recto a muchas personas que, por criarse en determinados barrios marginales, parecían predestinadas a ser carne de cárcel. ¡Gitano tenía que ser! -soltamos cuando uno de ellos roba una cartera-. Pues gitano es este pedazo de ser humano cuyo ejemplo intachable refleja que en su corazón rebosa el amor de Dios.

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