Los Estados Pontificios nacieron en 752 y aún existen bajo la denominación de Vaticano. Por siglos fueron un tenebroso reino que auspició la Inquisición y mil guerras, y un nido de inmoralidad y corruptelas impropio de hombres de Dios. Pero de todas aquellas aventuras bélicas ya sólo nos queda el recuerdo lejano del ayer.
El Vaticano es la moderna versión de los viejos Estados Papales. Se independizó en 1929 tras la firma de los Pactos de Letrán celebrados entre la Santa Sede y el Reino de Italia, que en 1870 había conquistado los Estados Pontificios. Hoy es una diminuta ciudad-estado, un micropaís cuya superficie es más testimonial que otra cosa.
Es la última teocracia de Europa (ya que su jefe de estado es el Papa, líder de la Iglesia Católica) y el único país con el latín como lengua oficial (también lo es el italiano). Dicho así, puede sonar tan medieval como Irán o Arabia Saudí pero nada tiene que ver pues actualmente es una nación pacífica y defensora de la vida.
Con 0,4 km2, es el estado con territorio más pequeño del orbe (sólo le supera la Orden de Malta, que carece de suelo propio). Tiene 900 habitantes. Sólo 300 tienen nacionalidad vaticana, que no se obtiene por nacer sino por concesión, se añade a la de origen y al fin se retira cuando se deja de realizar funciones para el país.
El Vaticano es desde luego un país muy sui generis ya que más que una nación en sí, es en realidad una excusa para que el Papa pueda gozar de las ventajas, protección y trato de privilegio que disfruta un jefe de estado. Realmente se trata de un soporte temporal para reforzar las actividades eclesiásticas de la Santa Sede.
Pero el poder del Vaticano radica en ser el epicentro de 1.200 millones de católicos en el mundo. Puede que la Iglesia predique un Evangelio idólatra y contaminado y que no pocas veces sus actuaciones hayan quedado en entredicho pero a obras de caridad nadie le gana en toda la Tierra. Tiene clarísimo que la fe sin obras está muerta.
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