El sobrecogedor terremoto que ha asolado Haití hace unos días ha sido el más destructor del mundo en mucho tiempo. El seísmo, que ha provocado la muerte de más de 100.000 personas, ya ha sido comparado por su devastación con las bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki en la no tan lejana década de 1940.
Es sólo la gota que colma el vaso de una lista infinita de tragedias que han azotado a este pueblo desde que se independizó de Francia en 1804. Es la primera república negra de la historia, la primera en expulsar a los colonos blancos. Pero aunque el país se liberó de la esclavitud desde entonces todo le ha ido de mal en peor.
En los últimos 200 años hubo una cascada de guerras, golpes de estado, dictaduras, corrupción generalizada, hambre, miseria, represión, colonialismo, deuda… Mas en todo este tiempo a nadie le ha importado que los malos gobernantes hayan saqueado al país más pobre de América y uno de los más famélicos de la Tierra.
Contínuos cortes en el suministro eléctrico, falta de agua potable, carreteras polvorientas aún por asfaltar, la ausencia de una sanidad y una educación dignas… Gente inocente que vive hacinada como ratas, que busca comida entre la basura y que sufre a diario por sobrevivir en un estado fallido, una pocilga de país.
Haití parece un país maldito, como si viviese bajo el embrujo del mismo demonio. En los últimos tiempos los haitianos se han apartado de Cristo y se han encomendado a rituales de corte satanista: vudú, brujería, ocultismo, espiritismo, animismo, magia, adivinación, mal de ojo… Prácticas condenadas por la Biblia.
Es el deber de los cristianos apoyar a estas personas con nuestras oraciones y con nuestra ayuda material, que ya está siendo enviada por las iglesias. El terremoto sólo ha sido una calamidad más de una larga lista… antes de que la muerte fuera a cubrirles con su mortaja, los haitianos ya conocían demasiado bien su rostro.






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