Aunque el pueblo albanés es el más probable descendiente de los ilirios, la Albania moderna nace en 1912, tras independizarse de Turquía. Fue un reino débil al que países vecinos y potencias europeas, en especial Italia, arrinconaron. Y encima su territorio fue campo de batalla en las dos Guerras Mundiales para colmo de mala suerte.
En 1946 llegó una dictadura comunista esperpéntica. Su narcisista y delirante líder, Enver Hoxha, mandó construir más de 700.000 búnkers, rompió con sus aliados naturales (Unión Soviética, China, Yugoslavia) lo cual conllevó un total aislamiento y proclamó en 1967 un estado oficialmente ateo, caso único en el mundo.
Desde 1992 hay democracia. Pese a contar con un subsuelo muy rico en minerales, hoy no deja de ser un país agrícola lastrado por la corrupción, la pobreza y el atraso (en 1982 el 80% de la gente era analfabeta), lo que no obsta para que casi todo el mundo allí conduzca un Mercedes (el 80% de ellos robados en Alemania o Italia).
El estado depende de la ayuda internacional y las remesas de los emigrantes (hay más albaneses viviendo en el extranjero que en su patria). Tirana, que perdió muchas tierras en el siglo XX, sueña con una Gran Albania y usa a la población albanesa de Serbia, Kosovo, Montenegro y Macedonia para desestabilizar la región.
Es un solo país con dos pueblos distintos: en el norte los ghegos (minoría), que son cristianos ortodoxos, montañeses y de herencia ilírica, y en el sur los toscos (mayoría), que son ribereños, tradicionalistas y musulmanes suníes. El dialecto tosco es la lengua albanesa oficial desde 1945 (antes lo había sido el dialecto ghego).
Todo en esta paupérrima república balcánica es arcaico y primitivo. El 50% de profesores y científicos se ha marchado al extranjero y en pleno siglo XXI el 60% de la sociedad todavía vive en un entorno rural. Pareciera que Albania estuviera atrapada en el túnel del tiempo, como si fuera un trozo de África incrustado en Europa.
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