La vida transcurre frenética en este pedacito de Francia que se ubica en medio del Caribe. La gente disfruta en esta isla donde los doce meses al año es verano y el viajero se extasía con el blanco de las arenas, el turquesa de las aguas y un verde omnipresente. El pintor Paul Gauguin dijo que sólo allí se había sentido él mismo.
Descubierta por españoles, y ambicionada por británicos y holandeses, Martinica fue una colonia francesa prácticamente de forma ininterrumpida desde 1635. Los esclavos negros venidos de África trabajaron durante siglos en las plantaciones de tabaco primero y de azúcar después. La esclavitud dejó una huella indeleble en el pueblo.
No es por casualidad que el intelectual y político martiniqués Aimé Césaire acuñara precisamente aquí el concepto de negritud: una suerte de exaltación de la identidad y las raíces africanas de los pueblos negros en contraste con la opresión colonial europea. Recordemos que Martinica sigue siendo un departamento francés.
La isla es una auténtica mina de poetas e intelectuales tales como Réne Ménil, René Maran, Edouard Glissant, Patrick Chamoiseau, Frantz Fanon y un largo etcétera. Todos ellos, de una manera u otra, han reflexionado sobre la opresión colonial blanca y la necesidad de los negros de encontrar su lugar en el mundo.
Pero se dice que el negro es cobarde por naturaleza y que tiene miedo a ser libre. A pesar de la pobreza y el desempleo en la isla, el 80% de martiniqueses votó no a ampliar la autonomía en un referéndum de 2010. El miedo a perder los subsidios de París impide cualquier avance de la autonomía, no digamos ya la plena soberanía.
En 1902 la erupción del volcán Monte Pelée mató 30.000 personas y golpeó la isla. La llamada flor de las Antillas es un paraíso turístico y multiétnico de negros, indígenas y mulatos que hablan francés y criollo y practican el catolicismo. Pese a todo, siguen gobernados a control remoto por el hombre blanco desde la metrópoli.
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