La reciente masacre de Charleston (en Carolina del Sur, Estados Unidos) me mueve a reflexionar sobre lo inexplicable y misterioso de la condición humana. Recordemos que Dylann Roof, un joven racista blanco de 21 años de edad asesinó a tiros a nueve personas negras que leían la Biblia en una iglesia metodista de esta ciudad. No le habían hecho nada malo. De hecho, el autor confeso del crimen manifestó que lo habían tratado tan bien que a punto estuvo de no matarlos. Lo más sobrecogedor es que los familiares de los fallecidos han perdonado a Roof. ¿Por qué este odio irracional? Es para mí incomprensible la idea de matar a alguien sólo por su color de piel. Como incomprensible me resulta que aún haya tantos americanos que luzcan orgullosos la bandera confederada, un símbolo del odio semejante a la esvástica nazi o a la bandera de la hoz y el martillo.
Creo que en alguna oportunidad he comentado que mi mujer es negra. Recuerdo que en cierta ocasión ella me pregunto: «¿Por qué me quieres si soy negra?». Y yo le respondí: «¿Y qué más da? Si esta noche sufrieras una metamorfosis y mañana despertaras siendo verde o azul, yo te querría igual». Ciertamente, nadie preguntaría a su pareja: «¿Por qué me quieres si mis ojos son marrones?». Para mí el color de la piel es como el color de los ojos o el color del pelo: una anécdota sin importancia. Admito abiertamente que hay gente con la que prefiero no tener trato. Pero es por sus ideas, por su cosmovisión, por su estilo de vida, que chocan directamente con los míos. Ahora bien, rechazar a una persona por su color de piel, por su etnia o por su lugar de nacimiento me parece simplemente un absurdo, un atentado contra la lógica, un despropósito, un disparate sin pies ni cabeza.
Dice la Palabra de Dios: «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28). Dios no hace distinciones. Hombre o mujer, blanco o negro, gitano o payo, nacional o extranjero, analfabeto o sabio, rico o pobre, emperador o esclavo. Todos somos iguales ante los ojos de Dios, por lo tanto todos seremos juzgados con el mismo rasero. Porque para Dios no hay acepción de personas (Romanos 2:11). Si el Todopoderoso, si el Omnipotente, si Aquel que es capaz de crear lo más grande -como las galaxias- y lo más diminuto -como el ADN-, no discrimina a un ser humano de otro ¿podremos nosotros contemplar por encima del hombro a otra persona? ¿Nos convierte en mejores el color de nuestro pelo? ¿Nos convierte en mejores el color de nuestra piel? Creo que nunca entenderé el absurdo del racismo.
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